Sentada en este diván digital, inicio una terapia como desahogo y para poder salir del extrañamiento al que me lleva la observación del homo sapiens. Me daré un tiempo con la esperanza de no caer en una ignorancia perpleja que me deje cara de mema de por vida. Necesitaré ayuda... ¡Socorro!
Elisenda me ha
dicho: “hay días en que no soporto vivir conmigo misma. No aguanto mis
carencias y mi mediocridad. Lejos de solidarizarme con el resto, lo común me desanima y
tumba. Mis probables capacidades no me alivian y entran en la categoría de
comunes valores a obviar. Mi sensibilidad es suficiente como para apreciar
aquello de lo que carezco y no puedo alcanzar. Incapaz de contentarme con todo
lo que poseo, mi ingratitud se torna en culpabilidad por ello”.
Ella cree que
únicamente está en el camino de alcanzar la felicidad áquel, que como el
antiguo pastor, todo lo desconoce poseyendo la sabiduría del que no pierde la
vida pensando en su razón de ser y se dedica a vivirla. Elisenda no es como el
pastor, malgasta su vida pensando en cómo emplearla de la mejor manera; en
lamentarse por aquello que no puede ser y por tanto no será; en regodearse en
una insatisfacción que emplea sus energías en lamento y no en proyecto. Presa
de una queja real no es capaz de plegarse, de adoptar nuevas formas y
consistencias, de construirse a partir de esa realidad imperfecta que la
modifique y enriquezca.
Y entre lamento
y queja, la piel se arruga. Un buen día Elisenda se dará cuenta de que hay más
ayer que mañana y pensará que la peor manera de vivir una vida es pensando en
hacerlo; que es una mierda querer y no poder;
desear y no poseer; intentar y no alcanzar; no encajar, extrañar,
anhelar. Tic tac, tic tac… ¡Espabila, Elisenda!
Una muy buena
noticia, podemos generar nuestros chispazos de felicidad. Autonomía total. Nada
tiene que ver la lotería ni el azar (bueno eso también ayudaría, sería una
memez negarlo) Todo está en nuestra composición química. Es algo que viene de
serie y que podemos poner a trabajar en nuestro beneficio. Y el desencadenante
de esos breves e intensos momentos de felicidad personal se llama: dopamina,
hormona y neurotransmisor para más señas. El desparrame de dopamina que se
produce en nuestros cerebros nos produce placer. Punto. Sencillito y claro.
Científicamente comprobado.
Dos cuestiones
fundamentales. Primero ¿cómo iniciamos el proceso? Sencillo, dando alegrías al
cuerpo y al espíritu. Placeres a nuestro alcance: una buena comida, un revolcón
sexual, ejercicio físico constante, la contemplación del arte, la audición de
la música preferida para cada cual… Asidua de casi todas, genial (y como yo la
mayoría, espero, si no es que una está muerta) Todas esas comunes y corrientes
actividades producen el anhelado subidón que hace que se desborde la dopamina.
Y segundo.
Sabedora de que tengo la llave de mi felicidad ¿qué tengo que hacer para
producir dopamina por arrobas? ¿Debo
comer alimentos ricos en algún mineral? ¿Dormir un número concreto de horas?
¿Reírme un rato todos los días, aunque sea de mi sombra, por aquello del efecto
llamada al buen rollo? No sé. Algo habrá que hacer. Tengo que evitar que se produzca
el desencadenante y me pille con el depósito de la hormona en la reserva y no pueda
doparme como merece la cuestión. No quiero perder ni uno solo de esos subidones
a los que tengo derecho. Voy a derrocharlos. Manirrota e inclemente, cómo si no
hubiera mañana.
No obstante, si
alguien sabe algo sobre la crianza de la dopamina, soy toda oídos.
Esa soy yo.
Teléfono fijo de casa, averiado. Motivo o causa de tal eventualidad,
desconocida. Sólo puedo pensar en caprichos achacables a la tecnología que con
mi nivel usuario, sufro pero no entiendo.
Localizo el teléfono
de averías de la compañía en cuestión, cosa que me cuesta lo suyo pues en las
páginas web hay de menos el número telefónico para contactar con ellos y darles la mañana. Bien, Localizado el número,
empieza la aventura. Me entrego a un diálogo de besugos con la máquina.
-Bienvenido
a ONO. Si quiere cable diga …., si es telefonía ….., averías…. otros….
Sumisa y dócil
convenzo a la máquina y espero. Ahora se pone el humano/a.
-Buenos
días soy fulano de tal ¿en qué puedo ayudarle?
-Buenos
días. El teléfono ……… no funciona.
Silencio.
Comprobaciones. Consultas telemáticas.
-Lo
siento pero ese número no es nuestro es
de Vodafone.
-Mi
relación con la empresa comenzó con mi móvil en ONO, desde el que llamo, y el
fijo ahora con Vodafone. Supongo que no hay problema, ahora son una.
-No,
no, lo siento no es lo mismo –me contesta.
-¿Me
está diciendo que para facturar y cobrar servicios son la misma empresa pero
para solucionar problemas de sus queridos clientes no?
-Lo
siento, no puedo ayudarla, tiene que llamar a Vodafone.
-¿Me
dará por lo menos el teléfono al que dirigirme?
-Si
claro…….. Qué tenga un buen día….
Grssssss¡ 1º
error
Tecleo el número
facilitado e inicio el diálogo con la máquina, un ratín, hasta llegar al
humano/a
-Lo
siento pero el número que consta aquí es de un
móvil.
-Si
señor, le contesto, le estoy llamando desde mi móvil puesto que el fijo no
funciona y es motivo de mi llamada. Además ¿qué tiene que ver desde donde hago la
llamada?
-Es
que es el que me figura.
Y entonces, me
da otro número de teléfono al que llamar. Este de Valencia y con asterisco.
Grssssss¡ 2º
error
Tomo aire y
vuelvo a empezar desde el principio. Llego al humano/a y éste me dice que es
averías móviles Vodafone y que no puede hacer nada con averías fijos Vodafone.
Y cuando yo le digo, pelín molesta, que me pase con Vodafone averías fijos, me
dice que él no puede y con un buenos días me cuelga.
Grsssss¡ 3º
error.
Para entonces,
estoy empezando a sentirme hervir, como una olla que sube de temperatura, pero
mantengo mi ira a raya y vuelvo a llamar.
Después del ratito máquina, este humano, como seguramente no he sido la
primera incauta perdida en este laberinto empresarial, me dice que vuelva a
llamar a Valencia asterisco pero que al interrogatorio de la máquina conteste a
todo: Vodafone, Vodafone, Vodafone…
Grssss¡ 4º
error.
Por fin. La
humana se pone manos a la obra. Desenchufe, enchufe, active, desactive…. Nada,
sin resultado. La técnico se ha portado pero no ha dado con el problema ¿qué le
vamos a hacer? Toma nota. Después de hora y media y cinco conversaciones bien
interesantes, mi teléfono sigue fuera de juego. Exhausta, me voy a desahogar mi
ira por ahí.
Al otro día, y
por iniciativa propia, en un momento de desenvoltura impropia de mí, desenchufo
y enchufo y se produce el milagro, funciona. Me río.
Veinticuatro
horas después, me llama una técnico para poner a mi disposición todo el
potencial de la alta tecnología Vodafone.
Educadamente, me cuesta, le ahorro el viaje y el digo que he arreglado la
avería. Como vino se fue, como un catarro tontorrón. Ha sido todo muy bonito.
Me he sentido mimada y querida por la empresa o empresas. A la altura del buen trato que prometen en sus
campañas a todos los potencias clientes. Rechulo, sí señor.
Existe un parque
en Melbourne (Australia) en el que la Administración ha habilitado un cauce
para dejar mensajes a los árboles. Mientras se abre este canal botánico en mi
ciudad, pienso en ello para estar preparada.
Me veo y ¿qué le digo yo a un árbol?
-Olmo
querido, ya puedes llamar al jardinero porque llevas unos pelos…
-Felicidades
señor abedul, este año está usted espléndido.
Tal vez
preguntarle por su bienestar
-¿Le
dan mucho la lata los niños subiéndose a sus ramas?
-¿Qué
tal invierno ha pasado?
-¿Le
dan buena vida las parejas que se cobijan bajo su sombra?
Puede que convendría
ponerse un poco más profunda
-Señor
castaño, usted a qué aspira en su dilatada existencia, a ser más frondoso, a
ramificarse, a subir en altura, o quizá
a algo más transcendente
-¿Le
preocupa ser útil depurando el aire, dando una refrescante sombra cuando
aprieta el calor o simplemente quiere pasar por la vida de tapadillo,
disimulando, camuflado entre otros?
¡Ay¡ ¡qué no sé
si tengo buen feeling con los árboles! De lo que dicen las hojas solo oigo
rumores. De su tronco, leves crujiditos. Carente de sensibilidad arborícora estoy.
¿Y si le doy un achuchón, un abrazo largo, un pegar el oído por ver si siento
las pulsaciones de la savia arriba y abajo?
¡Uf! Quizá. Si
me encuentran abrazada a un árbol, con los ojos cerrados, oídos atentos,
mejilla pegada a la madera, intentando dejarle un mensaje directo, sin
intermediarios, ¿no acabaré visitando el servicio de salud mental? ¿Serviría de
algo decir, en esta ciudad de provincias mía, que comunicarse con los árboles
es lo último de lo último en la cosmopolita Melbourne?
Que sí, que lo
voy a hacer. A la vez que entro en comunión con mi parte vegetal, que seguro
que la tengo en algún bolsillo, voy a estar especialmente atenta a las miradas
y comentarios de todo aquel que no ha desarrollado su faceta arborescente.
Sobre las vicisitudes de la vida arbórea no sé si aprenderé mucho, pero sobre
la animal de los representantes que se desplazan con dos piernas, montón,
seguro. Atiendo, por si aprendo...