jueves, 24 de diciembre de 2015

Muerte por sobredosis de azúcar


Hasta las meninges estoy de edulcorante. Sumida en una sensación de empalago generalizado. El síndrome ha comenzado emborrachando mis papilas gustativas con una sensación vagamente placentera. Más tarde, la sensación, ambiguamente gratificante, fue inundando mis sentidos hasta anularlos y llegar a la nausea. Y finalmente lo que tanto temía se produjo, la infección de sacarosa toma posesión de mi entendimiento. Anulada mi capacidad de raciocinio, me encuentro confusa, desorientada.

Los primeros síntomas comenzaron hace unos días. Me encaminaba hacia la puerta de un establecimiento de la ciudad, cuando sin previo aviso fui rebasada por una señora. Pensé que la susodicha había perdido todo rasgo de la debida compostura y me iba a impedir la entrada. Pues no. Llegó. Me dedicó una sonrisa amplia y ensayada para, a continuación, sujetar la puerta y cederme el paso. ¿Eh? Paso fascinada.

Llego a la frutería, está atascada. Entre la multitud, rápidamente mi vista se desvía hacia el pulsador que expende el número de orden para pedir. Alargo la mano y mis dedos consiguen tocar el papelín unos milisegundos después de los de un muchacho que acaba de entrar. Con desacostumbrada amabilidad, retira su mano y dedicándome una sonrisa, ordenada impecablemente por un corrector dental, me deja coger el papel primero. ¿Eh? Desconcertante

Delante de la tele permanezco hipnotizada, más bien idiotizada. Terroristas, inmigrantes y crisis económicas han desaparecido del mundo, o al menos de los informativos. En su lugar hay una inundación de programas llenos de música  y canciones añejas perpetradas por periodistas y presentadores contratados para mejores fines. Me quedo enganchada ante la avalancha de perfumes que nos procuran con su solo uso amor infinito o sexo desenfrenado. Y qué decir de todos los reencuentros familiares televisivos, buenos deseos gratuitos, derroches de sonrisas y besos… ¿Eh? Alucinante.

La lotería es punto y aparte. Nos toca a todos ¿de verdad? No, nada más lejos de la verdad. Si a unos les toca es porque a los demás no. Pero, eso sí, nos da una alegría infinita, la  suerte ajena. Pero a todos nos toca la salud. Idea, esta última, que yo comparto, pero que en este contexto tiene un regusto a precio de consolación que no se lo merece.


Con todos estos ejemplos y alguno más, he llegado al estado en el que me encuentro: abotargada de buenos deseos y parabienes. ¿Acaso todo el mundo se ha puesto de acuerdo para morir asfixiado en puro amor empalagoso? Habrá que dejar algo para cuando la infección remita  ¿no?

                     
                      Esto sí me gusta (estoy en vías de recuperación)

jueves, 17 de diciembre de 2015

¿Cómo se combate al sinvergüenza?

Hay un tipo de villano que vive emboscado tras una sonrisa perenne, escondido tras ademanes felices que invitan a la relación afable. Es una alimaña que cría acólitos, cosecha voluntades y reúne partidarios totalmente rendidos ante un don de gentes perfectamente impostado. Es el alma de las fiestas, el pegamento de las reuniones, espíritu de todo cochocho, aquél individuo  que queda bien en todo decorado.  Esa bestia parda disfrazada de oso amoroso espera agazapado en su cubil, y como la araña, aguarda que una pieza jugosa  caiga en su red. Cuando comienzas a verle una mueca agria, una mirada esquiva o un mal gesto delator, es demasiado tarde: sur red pegajosa te ha impregnado. El tiempo que se tarda en ver su verdadera naturaleza, es el que emplea  en acabar de hacer contigo el conveniente paquete necesario para ser deglutido.

Y bien, desenmascarado el sinvergüenza, una vez que tienes el puñal clavado hasta el esternón, ahogado en nuestra buena voluntad ¿qué haces? Con el getas de manual no cabe la indiferencia, hay que actuar, la cuestión es cómo.

Una posibilidad es tomar una jarra de tila, echar mano de la razón y acabar con el vampiro social a golpe de conversaciones, diálogos, intentos de razonamiento, recordatorio de testimonios, alegación de pruebas, llamadas a los pactos de honor, juramentos realizados de viva voz, compromisos adquiridos… y esperar que en ese momento, le sobrevengan los cinco minutos anuales de avenimiento.

Otra vía es aquella en la que actúas con las mismas armas. Sin desperdiciar las ocasiones de sacar ventaja, actuar allá donde más daño se va a hacer al adversario, no pensar en cómo quedará el otro tras nuestro eventual triunfo y pensar en todo momento que es lo nuestro lo que defendemos y que el lobo con piel de cordero únicamente piensa en ganar, jamás empatar. ¡Ay, ay, ay… qué me estoy pasando al lado oscuro de la fuerza!

¡Ánimo!

                                                
Para coger energía

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Riesgo de contagio

Privilegio únicamente destinado al homo sapiens. El animal irracional estúpido está muerto.  La estupidez anida en los cuerpos humanos emboscada, oculta en los pliegues de la piel, en un ademán esquivo, en una mirada perdida, en una exclamación incomprensible. Su rostro puede ser engañoso.

No tiene estatus social definido. Es flexible, adaptativa y lacerantemente democrática. Habita y fructifica en todas los ámbitos sociales. Aquí, nuestras expectativas dificultan su identificación. Prejuicios que nos nublan el entendimiento.

Tampoco tiene nacionalidad. El estúpido/a aparece en toda latitud y no hace diferencia entre la playa y la montaña. Poco importa el idioma que hable, el cuerpo en el que habita, su filiación o el color de la piel. No entiende de fronteras.

La edad, al igual que el sexo,  no son  obstáculos.  Hay imbéciles que lo han sido toda la vida. Comenzaron en la tierna infancia y juventud, pasando por la madurez sin remediarlo para llegar a la tercera edad y derramarse. En cuanto al sexo, creo que no merece la pena ni entrar. Puedo asegurar que la estupidez no le hace ascos ni a lo femenino ni a lo masculino. Bisexual. Es de gustos amplios.

La estupidez, una plaga descontrolada, infecciosa, sin vacuna posible. A menudo, el imbécil acaba sus días sin saber que lo ha sido. ¡Qué fatalidad! Sólo cabe padecerla.


Ni en la belleza natural encuentro bálsamo




jueves, 3 de diciembre de 2015

Desde luego que sí.

Voy a encargar horas y horas de risas y gritos de niños; un montón de mañanas frías y soleadas de invierno; litros y litros de bebidas compartidas que dejen en suspenso a la razón; varios kilos de trufas de chocolate que se derriten en la boca en estallidos dulces sin fin; kilómetros de palabras que encadenadas me llevan por un laberinto del que no quiero salir; minutos interminables de carcajadas adolescentes; toneladas de charletas intrascendentes alternando con  sesudas tertulias; miles de notas musicales que se transforman en latigazos emocionales; jornadas infinitas de cine que me hagan creer que se puede vivir varias vidas a la vez; cientos de kilómetros por  recorrer que demuestren lo iguales que somos en todas partes; litros de aguaceros refrescantes; una tonelada de  blanditas gominolas  dulcemente empalagosas; un quintal de besos calentitos y de abrazos refugio…

...un  montón de cosas que puedo compartir y de las que no pienso prescindir.

Estoy moñas. Llega la Navidad