domingo, 18 de septiembre de 2016

Cowboys y marinos

No hay forma de mantener la compostura. En cuanto bajo la guardia, mi neurona querida me traiciona abandonando la vigilia. Entonces, mi atención se extravía, mi mirada queda errática y entro en un  estado me mema integral de lo más inconveniente.

Excursión al desierto de Tabernas, Almería. Calor, tierra seca y matojos. Tras un recodo, en una carretera polvorienta aparece un espejismo con apariencia de pueblo del Oeste americano. Es real, bueno todo lo real que  puede ser un decorado de películas de bajo coste y ambiciones acomodadas. Intentando ganarse la vida se encuentra un puñado de cowboys y chicas de saloon. El grupo del oeste almeriense trabaja durante unas calurosas horas al día, no sé cuántos días a la semana y desconozco durante cuántos meses al año. Se meten en su papel con la intención de transportarnos a todos los mirones que allí nos encontrábamos al territorio de spaghetti western. Cuando la función termina, en el momento de quitarse los sombreros, despojarse de las botas camperas y del rifle, seguro que los cowboys se transforman en almerienses de a pie que van a comprar al DIA del barrio en vez de cultivar el rancho y frecuentan la gasolinera de turno en lugar de hacerse con herraduras para su caballo. Y claro, dispersa como suele acostumbrar a estar una cuando no toca, al compás en el que se celebraba el espectáculo no podía dejar de interrogarme sobre aquella excentricidad laboral. ¿Imprime carácter una ocupación de tal calado o por el contrario ni tan siquiera roza la epidermis? ¿Al entrar en la tasca de su pueblo lo hacen lanzando duras y esquivas miradas, utilizando monosílabos secos al pedir el carajillo mañanero? ¿Los paseos por las calles del barrio se convierten en una demostración de como avanza por la vida, con paso seguro e indiferente, el feo, fuerte y formal del lugar?

Cabo de Gata, sureste español. Del desierto al mar sin solución de continuidad. Después de visitar una de las playas del Cabo me quedan ganas de más. A la caza de una playa inaccesible (luego no resulta tanto, pero bueno eso es otro tema) a la que sólo se puede llegar por mar. Para arribar a la ansiada cala es necesario contratar los servicios de un curtido barquero que armado de experiencia y paciencia se dedica a proporcionar dicho servicio a los turistas que lo invadimos todo. El atezado lobo de mar maneja con soltura y seguridad la barquichuela haciendo recortes a las olas que se empeñan en poner interesante la breve excursión. En un momento en que una ola nos hace dar un buen bote, el marino cambia su gesto impertérrito confesando al pasaje que el Levante que nos obliga a cabalgar sobre las ola sin descanso, no le está dejando trabajar este verano puesto que está empeñado en soplar sin descanso. Ya está. Entre bote y bote náutico, otra vez se me confunde la atención y abisma la mirada. ¿Éste halcón de los siete mares al volver a casa se desprenderá del sabor a sal y aventura tomando una ducha y pensando en lo mal que está el negocio? ¿Se evadirá soñando en dar caza al navegante enemigo visitando todas las costas tal y como lo hacía Rusell Crowe en su navegación de caza y captura del gabacho enemigo? ¿Fantaseará con la llegada de esa ocasión en la que podrá hacerse a la mar en busca de nuevas tierras a las que llegar después de innumerables peligros?

Pongo el pie en la playa y el embrujo desaparece. ¿Serán el cowboy y el marino quijotes almerienses, románticos aventureros en espera de que se presente la andanza de su vida, aquella que poder relatar a todo el que quiera oír, esa que hace posible aguantar una vida gris y rutinaria? O ¿Simplemente son dos ejemplos más de esforzados pluriempleados que se buscan la vida metiéndose en la piel de quién haga falta intentando no acabar con un síndrome de personalidad múltiple que les extravíe de por vida?

!Ay, ay... qué ya he llegado a casa y sigo con cara de boba¡





lunes, 5 de septiembre de 2016

Charla de agua

Sentada en el sofá de casa, en una noche veraniega en la que la temperatura aconseja mantener abiertas las ventanas hasta la madrugada, me sorprende el estrépito de uno de los aspersores de agua de una zona ajardinada vecina. El agua, obligada a enloquecer, en su descenso choca estruendosamente con las baldosas de la acera colindante. A pesar del calor ambiente, este aguacero repentino me asusta y agradezco cuando, minutos más tarde, cesa la gota fría dejando una calma sonora que es la que demanda la noche estival. Es una agua ofendida, apurada, angustiada en su exigencia por salir la que hiere a quien la recibe.

Este rotundo fluir, me ha traído otros. No colecciono sonidos acuáticos pero ahora que lo pienso atesoro un repertorio variado, por otra parte, muy común a la experiencia general de la mayor parte del personal que agudiza el oído. Recuerdo el vital arroyo de montaña que proclama su vigor y lozanía inclemente ante el dolor de cabeza que me va creando a cada minuto de contemplación bucólica. Evoco las olas del mar batiéndose frente a la costa y como me impresionan con su majestuosidad y fortaleza. Un acompañamiento acompasado de espumarajos y gorgoteos se unen al bramido de la sintonía central. Aunque impávida e ignotizada por los sucesivos choques y retrocesos, los rugidos y rumores, el magnetismo del espectáculo acuático comienza a transformarse en el eco de un castigo divino en el que el estrépito líquido se estrella contra la dura roca con el único objeto de coger aliento para volver a empezar. Acabo fatigada y compadeciendo el denodado trabajo del impetuoso líquido. Rememoro esas corrientes sometidas en las fuentes urbanas y palaciegas en las que la cadencia sonora del agua alterna estrépitos, gorgoteos y silencios. Me entrego a su polifonía los minutos estrictamente preceptivos para que se produzca el primer momento de asombro. Al poco, acaba siendo un barullo difícil de aguantar.

He recordado otro canto de agua. Un estribillo que no supe ver ni oír hace unos días en La Alhambra. El agua de los Palacios Nazaríes granadinos no molesta ni invade sino que acompaña, sencilla y humilde. En un entorno en el que todo parece haberse diseñado para complacer los sentidos y buscar el bienestar, los canalillos fluidos son la sangre que se desplaza suave y armoniosa, recorriendo salas y patios. Siempre en segundo plano pero con una presencia esencial. Es su murmullo ligero y fresco el que marca el ritmo del palacio. No le pediría más al agua que me quiere hablar.