lunes, 1 de agosto de 2016

Dónde abastecerse

Me va la proximidad. Lo conocido, cómodo, trillado. Me quedo con el comercio de barrio. No es un eslogan, qué va, únicamente realidad contrastada. Como necesidad, virtud o vagancia, he llegado a esta práctica por el camino más corto y no hago más planteamientos comparativos o valorativos sobre el particular. Soy cliente cautiva de la frutería-verdulería, de la pescadería, carnicería, panadería que más cerca me brinda sus exquisiteces.

Esta costumbre cotidiana que cumplo sin rechistar entró en crisis cuando la neurona aletargada que poseo se despertó echando por tierra el paraiso de comodidad incuestionable en el que me desenvuelvo. El wake-up neuronal ocurrió al entrar la semana pasada a la frutería. Me planté delante de los coloristas amontonamientos vegetales y pedí un kilogramo de melocotones. La profesional que regenta el negocio me atendió diciendo que me ponía de los que me gustan. Palabrita del niño Jesús que yo no la frecuento todos los días y no voy proclamando a voz en cuello mis preferencia hortofrutícolas, pero la frutera me conoce. Con mis silencios, mis decisiones, mis miradas, mis mohines y reiteraciones me tiene fichada. Sin llegar a ponerme paranoica, puedo decir que sin yo quererlo, conoce mis gustos, dieta y disponibilidad económica. Todo mediante las elecciones que realizo a través de mis noes y mis sies. Aquello me inquietó un poco, pero cuando verdaderamente me preocupé fue al entrar en la carnicería, dos días después. Entonces, el diligente carnicero se dirigió a mi para decirme que tal pieza de carne, que es la que suelo comprar, y él lo sabe, claro, estaba de oferta. Puñeta él también sabe mis gustos, cómo somos de carnívoros en casa y hasta donde puedo permitirme comprar una pieza u otra.

Sé que este temor que atenta a la invasión de mi intimidad puede verse como decidida paranoia por mi parte o estupidez supina sin paliativos. La mayoría de parroquianas/as del barrio disfruta compartiendo los sucesos del fin de semana con la pescatera y regalan sonrisas cuando el panadero les atiende por su nombre. Lo sé, el problema es mío, pero es real. Así pues, intentando cortar de raíz esta invasión de mi dieta y circunstancia he vuelto mis ojos hacia el funcional y aséptico hipermercado.

Confiando en disfrutar de un deseado anonimato, cojo un carro y me lanzo al lujurioso autoabastecimiento que me brinda un buen número de pasillos por recorrer, una innumerable cantidad de marcas de productos para elegir con la mayor diversidad de precios y calidades. Comienzo animada pero mi euforia va menguando poco a poco. Me cuesta orientarme y no sé donde están los productos que necesito. Bien, paciencia, no hay prisa. Después de unos cuantos kilómetros a través de pasillos bien surtidos de cosas que no deseo, voy encontrando lo que he venido a buscar. Mi carro se va llevando y nadie repara en qué me llevo y qué desecho. Eso sí, en un par de ocasiones he tenido que correr a la caza y captura del empleado/a para que me despeje una duda o me sitúe un producto. Bien, pequeños contratiempos. Observando el tráfico rodado existente en el cruce de los pasillos no puedo entender cómo hay gente que liga en los hipers, yo he tenido que hacer verdaderos esfuerzos para no reñir con algún memo que lleva el carro como si fuera el gerente de la cadena. Vale, objetivo cumplido. Carro lleno. Espero pacientemente en la fila para pagar. Veinte minutos más tarde, ya en el coche, caigo en la cuenta de que comprar en una gran superficie puede contribuir a desarrollar mis bíceps (he sacado toda la compra para luego volver a guardarla cuatro veces y todavía me resta llevarla a casa)

Desfondada por la experiencia, ya en mi cocina, me doy cuenta de que he olvidado las naranjas del zumo mañanero. Puñeta, tendré que ir a la frutería. Me acerco con temor e intento leer entre mirada y sonrisa de la frutera. ¿Estará pensando que le he sido infiel o que me ha salido diabetes y debo reducir mi ingesta de azúcares naturales? En ese preciso instante, cuando ya me disponía a pagar, veo mi cara reflejada en un espejo de la estantería que cobija las peras y, decididamente, contemplo la encarnación de la estupidez superlativa que a la frutera socióloga, a buen seguro, no se le escapa.


Perfecto. A ver si pongo en hibernación a la neurona que alimento con el objetivo de que no me de más disgustos, repuñeta.  


            

Para que se me pase el mal rato