domingo, 24 de abril de 2016

La velocidad del veintiuno

Y va a ser verdad. Los pronósticos se han quedado en eso, presagios, intuiciones, enjuagues de palabras e imaginación. Jordi Soler en su artículo El futuro decimonónico habla sobre todos los avances que se auguraban para el siglo XXI y que han quedado en buenas intenciones mientras seguimos viviendo en un cuerpo estándar siglo XIX. Simplemente, no ha sucedido lo esperado. Lo único que nos ha desarmado y sorprendido por correr y avanzar más deprisa de lo imaginado es la información y el dinero. Pues tiene razón Soler. Comparto su desilusión, ese vago sentimiento de saberse estafada, de haberse comido el anzuelo y no poder disfrutar de los avances e innovaciones que nos iba a deparar el futuro.

Bueno, hay algo que si hemos conseguido, acelerar nuestro ritmo diario. Yo personalmente, ejemplar tipo de ciudadana totalmente integrada en el ritmo de los tiempos, me muevo con la misma rapidez y ligereza que la información, a la cual alcanzo pero no digiero.

Dentro de mi vida corriente, mi velocidad de crucero es envidiable y la fórmula que combina el aprovechamiento de los ratos tontos, con los necesarios y los convenientes es digna de la productividad de una empresa nipona. Pues sí, aquí donde me leéis, corro que me las pelo en un intento por cuadrar el círculo, mientras no dejo de darme cuenta, yo también, de que vivo en un cuerpo del XIX, con sus servidumbres, sus necesidades y sus muy aconsejables paradas técnicas para repostar. 

Pues bien, ya me he cansado de correr para llegar tarde, de maximizar energías para luego tener que derrocharlas. Me voy a volver zen. Mañana mismo empiezo a espiar los devanéos de los caracoles y a observar el crecimiento de las margaritas. Ellos no intentan forzar nada, llegar antes o crecer más deprisa ¿para qué? Pues eso.

                        
                               Ni tan siquiera a la marcha del moscardón.

domingo, 10 de abril de 2016

Ciudad rugiente

Una ciudad grande ruge. Apenas ha amanecido y el ruido la hace inconfundible. Tumbada en la cama, no puedo equivocarme sobre dónde despierto. Sinfonía de ruidos sordos, indistintos, persistentes, acompañamiento de solos estridentes de bocinas agudas, repiqueteos laborales, llamadas en sordina.

La ciudad no descansa, solo pega cabezadas para luego retomar brío a golpe de imparable realidad. Y yo la oigo. Me llama. Su demanda hace tiempo que dejo de ser excitante, novedosa, una caja de dulces envueltos de sabores exóticos y enigmáticos por descubrir. En cada esquina no me espera un acontecimiento novedoso, un personaje extravagante, un local cosmopolita que me haga pensar en el tramo vital todavía por recorrer. Esa exigencia por lo nuevo va mitigándose, ese tiempo ya pasó, y no obstante, la inaplazable invitación está aquí.

Todavía en la cama, con el cuerpo sin despertar pero con el oído despabilado, acojo con placer lo que la ciudad rugiente me va a contar. Se algo más, siento mucho más y entiendo algo menos, pero la promesa de lo novedoso me llega clara, transformadoramente intacta. La ciudad me requiere ingenua y predispuesta, y su demanda es exigente, me avasalla con requiebros y promesas. Me rindo. Mis ojos la mirarán con una pizca de descreimiento, de burla, pero para ella desempolvo un buen bocado de inocencia que guardo con mimo porque sé que la necesito. Me gana su fuerza y energía, su capacidad para reinventarse, para ser siempre otra en la misma y no le tengo en cuanta todos los trasiegos que trae su movimiento, su inercia incesante.

Saco los pies de la cama, su llamada es ineludible. Pasado mañana, cuando despierte en casa, escucharé y no oiré nada. La cómoda rutina mitigará la ausencia de la ensordecedora llamada de la ciudad rugiente.

Antonio López