jueves, 24 de septiembre de 2015

Estado: hasta el pico la boina

Tengo la cabeza cosida a balazos. Pequeños agujeros por los que fluye sin remedio memoria, concentración, sosiego. Diminutos, medianejos o grandes boquetes causados por una ingente morralla de insignificantes cosas cotidianas de las que no se puede huir. Son un mal sueño del que no puedes escapar. Sin darte cuenta pasan al estado “on” y la única forma de evitarlos es cumplirlos. A las nueve la agenda está vacía, inmaculada, promesa de un encantador vagabundeo ocioso. A las diez empiezan a aparecer los primeros signos de incordio. Los avisos de pequeñas tareas que no hay que hacer ya ¡uf, bien! pero que si no son atendidas a corto, no van a desaparecer a medio ni a largo plazo. No. Se instalarán en la neurona activa que poseo, ocupando un espacio precioso, molestando  a cualquier amago lúdico que se asome, dando codazos para desalojar los escasos instantes de paladeo común y corriente. A las siete ya podré hacer listas de prioridades insignificantes y las nueve las habré distribuido  en varios días como una medicina que debe ser dosificada para su correcta asimilación.  Las pospongo, ordeno, reubico. Así parecen menos molestas. Pero ellas siguen allí, infatigables en su persistencia ¡qué latazo!

Soy una Sísifo urbanita empujada diariamente a solucionar problemillas de medio pelo, memeces sin cuento, menudencias sin importancia con la ufana alegría de haber podido haber hecho una bola con todos esos incordios cotidianos y haberla empujado hasta la meta, para comprobar al otro día, que hay un nuevo cargamento dispuesto a dejarse llevar nuevamente a lo más alto.

No sé cuándo fiché como solucionadora de pequeñeces ineludibles, si yo había encargado para mí una misión brillante en su planteamiento, arriesgada en su realización, gloriosa en sus resultados. La petición fue apasionada y ambiciosa: dar ocupación a mi neurona resolviendo encargos como  el Teorema matemático de Fermat, la  cura del cáncer o dar con el elixir de la eterna juventud.  Ni idea de dónde se ha producido el error,  pero aquí me encuentro,  aplastada sin remedio  por la cotidianidad  tontuna. ¡Ole y ole!

¡Socorro!
Anda,  aquí por lo menos las cosas pequeñas sirven para algo…
La Alhambra




jueves, 17 de septiembre de 2015

Verano, veranito

Se me han perdido las vacaciones del próximo año. Si alguien las encuentra que no dude en avisarme. ¿Dónde estarán? Sí, esos días que hasta ayer parecían infinitos; valiosos no por cómo se ocupan sino por lograr romper la rutina; plenos de posibilidades aunque no abandonaran el universo de los posibles y no se materializaban; flexibles y adaptables en todas y cada uno de sus horas; teñidos de holganza y reposo; un puñado de jornadas para malgastar de la forma más deliciosa que a una se le ocurra; ratos y ratos de actividad frenética improductiva; minutos cuidadosamente almacenados para ser desperdiciados. Pues bien, acabado, consumido, pura historia.

Y aquí estamos de nuevo. Ya ni el más pintado está de vacaciones. Por delante tengo 89 días de otoño, otros tanto de invierno y por el estilo de jornadas primaverales hasta poder llegar, otra vez, al verano, veranito. ¡Qué vértigo! Me afano en buscarlos, en dar con ellos, en planificarlos o dejarlos que se sucedan uno detrás de otro a su libre albedrío.

Mientras tanto ¿qué? Pues nada, eso, lo demás. La bendita rutina que aplasta y achata la creatividad a la vez que tranquiliza y da confort. Quizás me venga bien una sobredosis de realidad rutinaria para luego poder paladear hasta saciarme, los futuribles días espontáneos. Bien, perfecto, espero. Pero ¿dónde estarán mis días del próximo verano?


Mientras espero, me quedo con algo bueno de la que ya está aquí. 
           
                       

jueves, 10 de septiembre de 2015

Caminating

Una de las prácticas vacacionales más económicas es pasear, y entonces se da cuenta una  de lo mucho que los demás también pasean. Somos una cultura de paseantes ¿Qué beneficio obtenemos de tanto desgastar suela? No está muy claro, pero la primera explicación que hay que desechar es la de llegar a alguna parte. La mayoría de paseantes caminan sobre recorridos ya conocidos, sin descubrir nada nuevo. Otros hacen un ida y vuelta, tocar y volver por la misma senda. Algunos describen un paseo en círculo para volver, al poco, al lugar de partida. Vaya, que se camina para ir a ninguna parte, básicamente.

Lo de que es un ejercicio sanísimo lo sabemos todos, pero el paseante no está pensando exclusivamente en ese beneficio tan natural y económico. ¿Por matar el rato? Puede ser, aunque quitando a la jubilosa tercera edad, y no a todos, todo hijo de vecino tiene la agenda más que repleta y el caminar acaba dejándose para el apartado ocio y tiempo libre, que siempre es escaso.  ¿Por ser una actividad la mar de económica y accesible, si exceptuamos el adecuado calzado? Quizá, en los tiempos que corren no debemos desestimar el hobby barato “yo camino” Echando un vistazo al libro de Javier Mina El dilema de Proust o el paseo de los sabios es sorprendente comprobar la cantidad de pensadores, escritores y escribidores varios que han utilizado el dar un paso detrás de otro para ordenar ideas, crear mundos paralelos y evasiones de todo tipo. Todo eso está muy bien, pero caminar caminan todas las persona que tienen piernas y camino, creativas o no. ¿Será una cuestión cultural? Hay civilizaciones que caminan unas más que otras. Por educación, ocasión, caminos transitables, urbanismo complaciente… Bien pero en cuanto se dan las condiciones la gente camina.

¿Qué es lo que impulsa a la gente a ponerse en marcha para no llegar a ninguna parte? Pueda que la culpa de este aparente sin sentido la tenga esa parte social que tenemos por arrobas y que tanto quehacer nos da.  El paseante solitario huye de sus iguales dándose un respiro para coger impulso, aunque la mayoría camina en parejas, tríos… elaborando conversaciones agradables, ligeras, tal vez argumentaciones de peso que dan al traste con el agradable paseo. ¡Esa parte social…!

¿Qué dirían los extraterrestres si un buen día nos echan un vistazo y comprueban la dedicación con la que nos entregamos al caminating? Observarían que vamos y venimos sin cesar, de forma ordenada y sin sentido aparente. Materia de estudio, fijo. Y si un buen día nos vemos obligados a vivir en esas naves espaciales tan cucas, ordenadas y pequeñas en espacio interno ¿por dónde vamos a pasear? Ay, ay… que lo de pasear con traje espacial no va a ser lo mismo, que la ingravidez es muy traicionera, que tienen ganada la partida los solitarios paseantes y los que  utilizamos el paseo para socializar ¿qué será de nosotros? No lo veo.

¡Socorro! Algo se nos ocurrirá espero. Mientras paseo y veo pasear

 
Seurat
Tarde de domingo en la isla grande de Jatte

jueves, 3 de septiembre de 2015

Carta al amontonador de nubes

Sr/a amontonador/a de nubes:
Hace unos pocos días pude experimentar uno de esos momentos de fuerza bruta arrolladora de la naturaleza y de gran indiferencia que ésta muestra hacia el ser humano.  En poco más de media hora el cielo pasó de un azul cielo, ese tan mono y que tan bien sienta a l@s moren@s cuando se visten con él, a un gris plomo, puro metal sin bruñir que amenazaba con cubrirlo todo con la usencia de luz y color, puro negro. El asunto empezó suave, como para no asustar. Un calabobos que primero sorprende a los susodichos y, poco a poco, va alcanzando a los más prevenidos.  El chispeo tontorrón, enfadado porque nadie le tomaba en cuenta, tomó impulso y se fue convirtiendo en un chaparrón de respeto. En este primer impulso empleó media hora en la que, asomada cómodamente a la ventana de mi casa, vi caer en la trampa de la imprevisión a unos cuantos echados para adelante. A los veinte minutos la cosa arreció. El lloriqueo del cielo nos sometió a un bailoteo entre tromba y diluvio que aceptamos con la mejor de las disposiciones ¿es que hay otra? Bien, así dos horas. ¡Qué exageración! Ya ni los más incautos se aventuraban en los cambios de ritmo, en esa frecuencia acuosa que sí o sí te cala hasta el tuétano.  Y comprobando, una vez más, que no somos nada, que estamos aquí de huéspedes sin derecho a cocina, y que cielo y tierra marca su ritmo sin otras consideraciones, dejó de llover dejando pasó a una noche cerrada y opaca.

Amaneció. Me levante y, por cuestiones que no vienen al caso, cogí el coche y conduje por entre una marisma que se desperezaba a la par que yo. Imposible no verlo. Se había producido un milagro. El escenario era el mismo. Las mismas aguas que no paran de subir y bajar al ritmo de la luna; las aves que se afanan en buscar su sustento en un paisaje que no saben que es idílico; idénticas montañas limitaban la marisma evitando que se derramara en el mar; los altillos cenagosos que consiguen asomar incluso con la marea alta, también estaban allí; y no obstante, todo había cambiado. Se había producido un fenómeno asombroso. Las formas geográficas que se desplegaban ante mí  eran las de siempre pero lo hacían de forma nueva, diferente. Prodigio, portento, maravilla… El monumental cabreo celestial de la noche anterior había dejado paso a una atmósfera transparente, como si alguien la hubiera  limpiado con un paño, pues a fuerza de usarse se hubiera ensuciado.  No había aire que mediara entre el agua, la marisma, las montañas y el cielo. La tormenta se lo había llevado con ella. Los colores se presentaban sin diluir, sin emborronar, en bruto y con esplendor. Y la ausencia de la más mínima brisa que había corrido tras el temporal, dejó una calma que consiguió reflejar en espejo lo que estaba arriba abajo, sobre un agua con consistencia de gelatina bruñida.

Por todo ello, Sr/a. amontonador/a de nubes pido más. Quiero otro amanecer así, anónimo y esencial. Por todo ello, quisiera encargar un tormentón sin consuelo seguido de una mañana inigualable. Espero.

Y espero mirando, siendo consciente que no será lo mismo
Amanecer
Turner, 1845