martes, 28 de agosto de 2018

Ese mar indiferente


Es insensible a todo. Funciona con una lógica apabullante y una indiferencia desconcertante. No está en su naturaleza considerar situaciones o reaccionar de forma instintiva guiado/a por necesidades o situaciones gratas. El mar, la mar, curiosa ambivalencia, existe y actúa según sus reglas, flemático/a e insensible a lo que opinemos o deseemos el resto de las criaturas de la creación.

La última constatación, nada reseñable por otra parte, la he tenido estos días paseando por las orillas del Cantábrico al observar su actuación aliado con la geografía el lugar. Observo el agua en movimiento sabedora de que este mar, como todos, es insensible a sus espectadores y me sigo admirando por la determinación que demuestra en su tarea de ir y venir cada seis horas. Muy cerca de una marisma, con un café y un libro, levanto la vista de cuando en cuando únicamente para constatar la determinación de este vaivén suave que se acerca y se aleja de mí. El baile se produce tranquilo. Es un jazz de piano y voz. Casi ni lo percibo pero ahí está, alejándose para dentro de un rato volver. Cada seis horas de cada día, de cada semana, de cada mes, de cada año… Me mareo. Es inmune al muelle construido, el paseo ampliado o a la marisma modificada con el último temporal. Subirá y bajará inalterable, sereno, inmune.

Su actuación en la playa es similar pero se percibe distinta. Las olas, que se atropellan por subir y bajar unos centímetros cada vez, forman un tumulto que los días de viento, cuando el mar parece estar enfadado, aunque no lo está, no puede estarlo, crean un escándalo sonoro que me desconcierta. ¿A qué semejante alboroto? Soy sensible al clamor y el aparato, el mar no, simplemente va y viene con una tozudez impropia de su naturaleza.

La ostentación de fuerza se produce cuando, asomada a un acantilado, compruebo como ese mar, en ocasiones apacible y otras bullicioso, se empeña en manifestar su fuerza realizando una demostración ostentosa de su furia estrellándose contra las duras rocas del precipicio. Furia y fuerza arremetiendo contra la piedra que aguanta cada embestida haciéndose merecedora de semejante desafío. No es cierto, el mar no se obstina en nada. Ni tan siquiera es consciente si se estrella contra la roca, inunda suavemente la marisma o juguetea ruidosamente en la playa. Sencillamente, llega para poder irse. Hora tras hora, día tras día, año tras año, siglo tras siglo… Ante tal espectáculo de grandeza indiferente, imperturbable, inconsciente, me hago animal que sólo contempla.

Marina Les Saintes Maries.
Van Gogh


La mer.
 Debussy. 






domingo, 19 de agosto de 2018

El poder de los lugares históricos




En medio de una gran dique seco, en mitad del puerto de Pourtsmouht, el señorial HMS Victory se encuentra bien dispuesto a compartir todos sus entresijos con curiosos o entendidos con igual generosidad. Veterano que no viejo. Antiguo no, histórico. El aroma que desprende el fantástico HMS Victory, que fue el buque insignia del almirante Nelson en la batalla de Trafalgar de 1805, es el de los relatos y las crónicas. Esquivando el paso del tiempo y aprovechándose de ese afán tan británico por conservar todo lo que cuente algo sobre su pasado patrio, la visita al navío de línea se convierte en una experiencia en 3D real que te lleva a un día rutinario en alta mar, porgamos por caso, o a un momento de la batalla de Trafalgar. que tan buenos resultados dio a Nelsón a costa de nuestras fuerzas patrias aliadas a las napoleónicas.

Pisos, paredes, techos de madera y refuerzos de hierro constituyen la estructura y piel del navío. Tres pisos ocupados en su mayor parte por filas de cañones (hasta 100) alineados a los costados y mirando por estrechos ventanucos en salas diáfanas. Cierro los oídos evitando el parloteo de los otros turistas y toco la superficie de uno de los cañones. Puedo sentir el estrés, la incertidumbre, el miedo de la batalla que apenas se ve pero se siente presente. Oigo las órdenes dadas intentando sobresalir de entre los estrépitos de los cañones, los gritos de los soldados y los lamentos de los heridos. Huelo la pólvora, el sudor de los soldados, el calor de la madera frotada. Veo la aparente confusión de movimientos entre el humo de las explosiones. Ni lo dudo, foto aquí.

A continuación paso al camarote de Nelson y al comedor de oficiales. Son habitaciones no demasiado grandes pero están llenas de conversaciones atrapadas en las hendiduras de la madera con que están hechas. Con una leve inclinación pego mi oreja a un lateral de una de las paredes y escucho como los oficiales debaten acerca de la estrategia en el planteamiento de la batalla, cuanto discuten sobre que maniobra será la mejor para, inmediatamente, guardar silencio en espera de la opinión de Nelson que zanjara la cuestión, está en juego la vida de muchos hombres y el despegue o declive de algunos imperios. Aunque suene irreverente, me hago un selfi esquinado ahora que no hay nadie.

Imagino el trasiego diario de marinería, tropa y oficiales. Comida, mantenimiento, aseo, descanso… Tanta gente (alrededor de mil personas) conviviendo en no demasiados metros cuadrados. Los dos niveles inferiores del barco estaban destinados a gran parte de estos menesteres. Cocinas, despensas, enfermería (para heridas de la batalla), almacenes. Me siento en uno de los bancos móviles que hacían las veces de mesas para la marinería y ya oigo los ruidos y olores propios de un comedor e imagino otros que se darían en un espacio reducido como éste. Supongo que el orden primaría en estas acciones cotidianas ¿cómo funcionar de otra manera? Y la comida, frugal pero sustanciosa, sin adornos pero nutritiva, la imagino y con alguna que otra alegría etílica que haría las funciones de evadir y/o envalentonar. Foto en ademán de departir una conversación con la socarronería que se les supone a los grandes marineros.

El vientre de la ballena, la parte que siempre está sumergida guarda el mecanismo que guía la nave, la estructura del timón al descubierto. Un artilugio sencillo en apariencia y que dirige el barco gracias a las órdenes dadas cuatro pisos más arriba y realizadas por el timonel. Grados en las cuatro direcciones que marcan el rumbo de la nave. Lo toco y siento el crujir del giro. Foto con detalle que no mira nadie.

Con esto subo rápidamente a cubierta para embobarme con el dispositivo que aprovecha la energía del viento y hace que el barco se mueva: la arboladura y el velamen. El HMS Victory enseña cuatro palos imponentes ¡cómo sería con las velas desplegadas! Mientras lo pienso, ayudada por la postura que mira al cielo adopto un gesto de atontamiento admirativo. El espectáculo debía ser impresionante. La sensación de deslizarte por las aguas con el sonido del viento, la imagino fantástica. No obstante donde siento una grandísima admiración es al imaginar la pericia necesaria para, desplegadas todas la velas, conseguir el máximo de velocidad y maniobrabilidad. Paños y timón. Y una noche de tormenta… no quiero ni pensar. Junto a unos cabos enormes, tomo una de mis últimas fotos.

El HMS Victory es un trozo de historia al que poder ir a soñar y sentir. Está vivo y cuenta un montón de historias a todo el que quiera ir a escucharlas. Como otra más de los turistas que a diario lo visitan, me llevo un buen puñado de fotos sin valor alguno pero con mucho poder. Al descender, cuando mi mano se despide de este cacho de historia me pregunto: ¿dónde están nuestros buques? ¿qué se hizo de ellos? No tenemos ni uno donde ir a soñar.



A Nelson seguro que también le gustaría.


domingo, 12 de agosto de 2018

Sentir, no saber

SENTIR, NO SABER

Estoy en un avión. Hacía tiempo pero aquí estoy otra vez, dispuesta para el espectáculo. Los preparativos comenzaron hace ya dos horas y los vivo como parte de un ritual que observo pacientemente.

La primera parte se desarrolla en la terminal del aeropuerto. Entro con una vaga sensación de desorientación e invariablemente mi mirada se dirige hacia lo alto, en busca del desplegable que contiene un sinfín de destinos. Mientras busco mi avión mi imaginación vuela detrás de destinos clásicos (aquellos que ya debería haber hecho pero que siguen en mi lista de pendientes), insólitos (de esos que con solo pronunciarlos vuelo), desconocidos (lugares que no sitúo en el mapa y es entonces cuando más poderosamente llaman mi atención)… consigo encontrar mi vuelo entre todas las posibilidades.

Con paso ligero esquivo al personal que también mira al techo, mientras acarrea aquello que considera imprescindible. Facturación o no, control de billetes, detector de metales, saludo al personal de control y ya estoy dentro. Esquivo todos los chiringuitos de perfume exclusivo, dulces gourmet y licores para paladar fino. Voy directa a la cristalera que asoma a la pista. Cada minuto despega un avión. Como si se tratara de la salida de escena en una coreografía de ballet, cada uno de ellos realiza su despegue con una precisión y ligereza impropias de esas masas de hierro.

Llega el momento del embarque, la primera parte de la ceremonia está a punto de finalizar. Se forman las inevitables colas que, con un desorden metódico similar al de las hormigas, se agolpan para subir por fin al avión.

Una vez en la aeronave, comienza la segunda parte del ritual. Mis esfuerzos en días anteriores fructifican, tengo asiento en ventanilla. Un ratito para que todo el mundo tome acomodo y las azafatas realizan su trabajo primero de convencerme de lo fácil que es conservar mis constantes vitales en casos de emergencia. Ya falta poco.

En unos segundos el avión rueda por la pista hacia el punto de despegue. Me preparo como si fuera una velocista en la línea de salida. Estamos en la pista asignada y sin mediar otra señal, el comandante pide a la nave toda su fuerza, yo siempre ayudo con un buen pisotón como si del acelerador de mi coche se tratara, y el avión rueda de una forma brutal. Casi sin darme cuenta, con una ligera inclinación inicial, dejamos el suelo atrás. Esta fracción de segundo siempre es mágica. ¿Cómo conseguimos esquivar la fuerza de la gravedad, adelantar nubes y empequeñecer paisajes mientras volamos por un camino trazado por grados de latitud y longitud? Existe una explicación física que hace posible volar. La desconozco, solo siento. Siempre de la admiración a la emoción, sin cabida para las ideas. Absolutamente fantástico.