domingo, 12 de agosto de 2018

Sentir, no saber

SENTIR, NO SABER

Estoy en un avión. Hacía tiempo pero aquí estoy otra vez, dispuesta para el espectáculo. Los preparativos comenzaron hace ya dos horas y los vivo como parte de un ritual que observo pacientemente.

La primera parte se desarrolla en la terminal del aeropuerto. Entro con una vaga sensación de desorientación e invariablemente mi mirada se dirige hacia lo alto, en busca del desplegable que contiene un sinfín de destinos. Mientras busco mi avión mi imaginación vuela detrás de destinos clásicos (aquellos que ya debería haber hecho pero que siguen en mi lista de pendientes), insólitos (de esos que con solo pronunciarlos vuelo), desconocidos (lugares que no sitúo en el mapa y es entonces cuando más poderosamente llaman mi atención)… consigo encontrar mi vuelo entre todas las posibilidades.

Con paso ligero esquivo al personal que también mira al techo, mientras acarrea aquello que considera imprescindible. Facturación o no, control de billetes, detector de metales, saludo al personal de control y ya estoy dentro. Esquivo todos los chiringuitos de perfume exclusivo, dulces gourmet y licores para paladar fino. Voy directa a la cristalera que asoma a la pista. Cada minuto despega un avión. Como si se tratara de la salida de escena en una coreografía de ballet, cada uno de ellos realiza su despegue con una precisión y ligereza impropias de esas masas de hierro.

Llega el momento del embarque, la primera parte de la ceremonia está a punto de finalizar. Se forman las inevitables colas que, con un desorden metódico similar al de las hormigas, se agolpan para subir por fin al avión.

Una vez en la aeronave, comienza la segunda parte del ritual. Mis esfuerzos en días anteriores fructifican, tengo asiento en ventanilla. Un ratito para que todo el mundo tome acomodo y las azafatas realizan su trabajo primero de convencerme de lo fácil que es conservar mis constantes vitales en casos de emergencia. Ya falta poco.

En unos segundos el avión rueda por la pista hacia el punto de despegue. Me preparo como si fuera una velocista en la línea de salida. Estamos en la pista asignada y sin mediar otra señal, el comandante pide a la nave toda su fuerza, yo siempre ayudo con un buen pisotón como si del acelerador de mi coche se tratara, y el avión rueda de una forma brutal. Casi sin darme cuenta, con una ligera inclinación inicial, dejamos el suelo atrás. Esta fracción de segundo siempre es mágica. ¿Cómo conseguimos esquivar la fuerza de la gravedad, adelantar nubes y empequeñecer paisajes mientras volamos por un camino trazado por grados de latitud y longitud? Existe una explicación física que hace posible volar. La desconozco, solo siento. Siempre de la admiración a la emoción, sin cabida para las ideas. Absolutamente fantástico.




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