Eloisa
se prepara con rapidez, como acostumbra a hacer todos lo lunes y
jueves por la tarde. Estos días lleva a su hija a la actividad
extraescolar de turno. Dos minutos antes de salir de casa, todo se
torna apresuramiento y urgencia para la adolescente que siempre deja
para el último momento algo absolutamente imprescindible.
Una vez
en el ascensor, Eloisa mira de reojo los últimos retoques de su hija
delante del espejo. En el garaje sigue una carrerita apresurada antes
de que la puerta se cierre dejándola con la cara pegada a la luna.
Invariablemente, el acomodo en el coche se hace de forma rápida y
eficaz, cada una sabe su papel. Conversación breve, quizá
monólogos. Y prosigue el ritual. Ocho minutos de acicalamiento
mecánico, bien ensayado, se celebra a través del espejo pequeño
del interior del coche. El pelo es el protagonista en este ritual
aunque también la muchacha ensaya miradas y alguna que otra
sonrisa. Cuando ya van llegando al destino, la joven desvía su
atención del espejo para centrarlo en el teléfono. Un chispazo, un
visto y no visto, pero sí lo suficiente como para volverse a ver
reflejada en la pantalla del aparato.
El
coche se detiene al mismo momento que la hija de Eloisa cesa en su
arreglo. Eloisa le dirige la mirada cotidiana de despedida mientras
comprueba los cambios operados en el acicalamiento de su hija en el
ascensor, en el coche y en el teléfono. Como todos los días, se
esfuerza en descubrir alteraciones que no aparecen, pero su hija se
aleja con una sonrisa que demuestra el acierto de haber empleado
estos últimos quince minutos en recomponerse.
Eloisa
pone en marcha su coche para iniciar la vuelta a casa mientras no
deja de pensar en cómo le damos vuelta a las cosas para que todo
siga igual.
Mujeres en la ventana (Murillo, 1670) El Murillo más sugerente y moderno. |
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