sábado, 28 de mayo de 2016

Curriculum vitae de despropósitos


A la manera del profesor de Princeton que ha hecho público el curriculm vitae de sus fracasos, Elisenda, lápiz en mano, se dispone a componer la lista de sus fracasos vitales. Todos los "quiero y no puedo", los "intento y no sale", aquellos "me lo propongo y no hay forma". Negro sobre blanco, todos juntos saltando amenazantes desde el papel a la autoestima.

Elisenda se reconoce dispersa, incongruente, vagabunda en ellos. Asuntos de gran calado conviven junto a auténticas memeces. Algunos sólo han necesitado una oportunidad para ser descartados ante lo improductivo del intento. Otros, contumaces y repetitivos, aparecen como obsesiones que no se convencen ante la inutilidad de sus intentos reiterados, episódicos, cíclicos.

Aunque el resultado ha sido siempre el mismo, fracaso, el proceso le ha dejado regustos variopintos. Algunos le han llenado de satisfacción hasta pensar que había que hacerlo, que el resultado no importaba ante el hecho de ponerse en funcionamiento asumiendo el "que por intentarlo no sea". Pero otras, le han producido un regusto amargo, vacío, una sensación de haber iniciado un camino en el que se ha demostrado una mema integral de primer orden. Fatigas improductivas, ilusiones desperdiciadas, proyectos fallidos, aprendizajes de "ensayo y error", esfuerzos derrochados...

Elisenda levanta la mirada del papel, vagabunda por la habitación, y se reconoce como materia infatigablemente fallida. Deja las hojas sobre la mesa sabiendo que no podrá evitar el seguir intentando equivocarse.


jueves, 19 de mayo de 2016

Las cualidades de lo mínimo.

Tarde que hay que "sufrir" porque así lo impone mi calendario social y los vacíos de mi ropero. Me armo de paciencia y me energitizo con una dosis generosa de cafeína. Allá voy. En busca del pantalón deseado y desconocido.

Mi búsqueda está centrada en una área reducida. Bien. Pero, aún así, estudio el territorio con minuciosidad. Paciencia por arrobas y raudales de energía positiva. Invierto hora y media en una tienda. En este tiempo he conseguido comprender la lógica de los expositores y he memorizado la distribución colores y géneros. Las dependientas empiezan a lanzarme sonrisas cómplices. Después de largas reflexiones, decido llevarme lo que he visto en el minuto uno de mi estancia en el establecimiento.

Fatigada, aburrida por el desgaste que me he autoimpuesto, la recompensa espera en la caja donde pago. Una espera generosa pasa volando cuando mi atención, ya gastada y maltrecha, recala en la señorita que está detrás de la mesa en la que empaqueta y cobra. Magia. Infatigable, con unos modales intachables y una cálida sonrisa, toma la prenda de mis manos y como si de un valioso objeto se tratara lo manipula con esmero y precisión. Con movimientos sencillos, precisos, mimosos, envuelve el pantalón en una suerte de papel finísimo de crujiente sonido al que otorga al cobijarlo en él, un valor que no posee. Una vez alisado con el dorso de la mano, lo introduce en una bolsa que precinta con un sello adhesivo. No imagino mejor broche para el tesoro que me llevo a casa. Me lo entrega con un leve gesto, a la vez que me invita con su elegante espera que yo reaccione ofreciéndole la contrapartida a semejante espectáculo. Despierto y le doy mi tarjeta de crédito para que cobre lo que quiera. El espectáculo ha merecido la pena. Espectadora privilegiada, he asistido a la transfiguración de lo corriente, la exaltación de lo mínimo, la conversión de lo mecánico en arte.




Otra cosa mínima, la firma de abeja.