viernes, 22 de enero de 2016

"Eres los que lees"

Como si se tratase de un halago, de un reconocimiento a una buena práctica. Así he recibido el eslogan que algunos multimedia emplean para recordar al personal que va en la trayectoria óptima, que progresa adecuadamente: eres lo que lees.

Espera un momento. Eres lo que lees, me repito intentando profundizar en la esencia del mensaje, buscando el tesoro escondido. Lo primero que viene a mi mente es pensar que la intención del emisor es complacer al pasivo receptor que traga todo sin rechistar. Bien, para empezar se te presupone lector, actor de una actividad valorada socialmente y poco practicada. Se da por hecho que lo de encadenar palabras en voz baja te nutre, te conforma como persona, imprime un sello distintivo. Pero, sin acabar de paladear esta caricia que ha recibido mi ego, al que siempre le vienen bien las palmaditas, me doy de bruces con otra perla turbadora: eres lo que escuchas. Aquí ya empiezo a alarmarme.

Si me paro a pensarlo un momento y me veo descrita, dibujada, en mis lecturas y mis escuchas, musicales o radiofónicas, llego a la conclusión de que padezco una dicotomía severa. No. Más bien es una policotomía aguda. Vamos, que viven en mí media docena, como poco, de personajes que se ignoran mutuamente, que no saben nada unos de los otros, y que sin pedir el correspondiente permiso, se manifiestan de forma imprevisible a través de mis lecturas, de todo aquello que ojeo, devoro o desecho según el caso.

Mi siguiente pensamiento se ha dirigido hacia las consultas digitales que hago, picoteando de flor en flor, dejando el rastro de mis personalidades múltiples. No llego a reconocerme cuando esos buscadores me arrojan en la cara la última ocurrencia que tuve hace unos días. Pero la cosa no mejora cuando intentando ofrecerme un servicio impecable me lanzan a la pantalla aquello que se supone me debe interesar. Me quedo sin sangre.

Reclamo mi derecho a ser multipolar, poliédrica o rarita de andar por casa, sin que ningún ente mediático me intente llevar al huerto con mensajes bien parecidos.
Oigan ustedes, qué viva la diversidad.


Y me gusta esto, y lo otro...
Boticelli (detalle de Venus)

San Francisco






domingo, 10 de enero de 2016

Ruido de fondo

En autobús de vuelta a casa. Un montón de palabras encadenadas flotando a mi alrededor. No quiero, pero escucho. Diez larguísimos minutos escuchando hablar sobre las bondades de las humildes albóndigas. Carnes magras más o menos apropiadas; texturas poseedoras de la conveniente esponjosidad; conveniencia de elegir un determinado tamaño para la pelota en cuestión; las grandezas de una carne rica en nutrientes; prevención de abuso en según que casos; grandes posibilidades de acompañamiento dependiendo de las salsas… Qué derroche lingüístico. Nueve minutos de redundancia aplastante.

Sin acabar el trayecto, mi atención se cuela entre dos monólogos enredados. Un par de buenos mozos se afanan por colar el uno al otro, sus historias respectivas sobre averías reales o ficticias en sus coches. Uno habla, el otro calla. Cambian las tornas y vuelta a empezar. Qué diálogo tan ejemplar, podría pensarse. Nada más lejos de la realidad. Cada uno expone su discurso pero ninguno de los dos escucha al otro. Se despiden felices después de buen rato, por el desahogo propio, que no por el ajeno, y que nadie pregunte sobre lo que le acaba de decir el otro. Monólogos paralelos disfrazados de diálogo. A kilos los escucho.

Estoy en racha porque antes de llegar a mi destino, descubro un corrito encantador compuesto por representantes de la tercera edad. En él, reina una señora poseedora de un tono de voz contundente que, apoyada por tal arma, desgranaba sin compasión uno tras otro todo tipo de temas. Todo pensamiento, sin previo filtro, que le viene a la cabeza, sale por su boca. Cuando alguien de su rendido público amaga abriendo la boca con la intención de intervenir, la señora sube dos octavas acabando con cualquier conato de sublevación oratoria. Una demostración fantástica de verborrea incontrolable.

Me quedado sorda y tonta después de este trayecto rutinario por el mundo de la comunicación. Si las palabras que flotan en el aire fueran tangibles, estaría perdida en una densa niebla de vocales y consonantes sin sentido. Una inmensa cantidad de horas gastadas en intercambios lingüísticos que malgastan palabras y contenidos; monólogos emitidos ante un público que no quiere escuchar; avasallamientos tiránicos de pensamientos vacíos…. ¡qué derroche!
Bridget Riley

Mareada

viernes, 1 de enero de 2016

Minutos de buen feeling

Sin aliento, acabo de ver el último Macbeth de Justin Kurzel. Tanta intensidad me ha dejado exhausta y dolorida. El problema aparece cuando al bueno Macbeth unas “brujas” le pronostican que será rey. Tal vaticinio desencadena la acción que acabará en tragedia puesto que él se va a encargar en hacerlo realidad. ¿Pues no soy yo el varón más valiente y capaz que pisa tierra por estos lares? se pregunta ¿Lo que otro hace no lo haré yo y mejor? Con la cantidad de dignidad que tengo yo entre pecho y espalda… y esa corona no tiene el diámetro adecuado a mi cabeza? Y enseguida viene la Lady a darle el empujoncito que le falta. Que sí, que el rey es un buen rey, que le has jurado fidelidad… pero con lo cacho hombre que tú eres… con lo idóneo que apareces para ese puesto… ¿te va a temblar el pulso por darle la boleta al actual? (todo esto bien dicho que para eso es un Shakespeare)

Bien, ya está Macbeth lanzado a su destino. Ambición desmedida, miedo culpable, locura… Con todas estas pasiones oscuras acaba una fatigadísima. ¿Pero quién le manda a este buen mozo hacer caso a la bestia que todos llevamos dentro, y a la de la Lady? Si es que eso de criar malos humores no trae a cuenta.

Así que aprendiendo en cabeza ajena (para eso sirven los clásicos ¿no?) voy a promocionar el buen rollo, el buen feeling dando un premio, testimonial pero muy sincero. Un reconocimiento digital a las tres historias de pocos minutejos que últimamente han conseguido hacerme sonreír y que me inunde de margaritas.

Sin más pérdida de tiempo. El tercer premio es para el señor y la silla. Un representante de la tercera edad se pasea por toda la ciudad con una silla. Cuando cree que ha encontrado un buen lugar, se para y se sienta a disfrutar del espectáculo ciudadano que toque. Ha perdido el sentido del ridículo, como el resto de sus contemporáneos, y sigue mirando al futuro como un nueva oportunidad.  De la misma manera que El Principito de Saint Exupery no perdía ni un atardecer-amanecer moviendo su silla a lo largo de su pequeño planeta, este hombrecillo establece un lugar de disfrute privilegiado allá donde le place y con la compañía que elige pensando en nuevas posibilidades. (Y me da igual la marca de muebles que se promocionan)
              
El segundo premio es para la niña en la avioneta. Una niñita, bien pequeña, que montada en un avión se ríe a carcajadas cuando el piloto inicia una pirueta de profesionales. Lo que a la mayoría de los adultos nos provocaría pavor, la pequeña lo disfruta de tal forma que es imposible no reírse con ella. Todo el mundo desaparece, para esta niña lo único que existe es disfrutar del momento intensamente y dejándose sorprender por todo. Por favor, un poquitín de esa confianza e inocencia que no sé donde se han perdido. (Y me da igual que vende el anuncio)
                


Y el primer premio es para los anónimos que se apasionan. Asistimos a un puñado de personajes normales y corrientes que se dejan llevar por un momento de sentimiento apasionado. Algo intrascendente pero que procura momentos de felicidad, ratitos maravillosamente corrientes y gratificantes.  Dejarse llevar por la pasión de lo que se hace,  por la vehemencia, por el entusiasmo.  Me gusta hasta el slogan, algo así como la increíble sensación de venirse arriba ¡qué bueno! (Y aquí, nuevamente, me da igual el refresco a vender)

Tres momentos de buen rollo a practicar, porque tanto drama, tanto drama… aunque sea de altura,  me deja acogotada.