lunes, 5 de septiembre de 2016

Charla de agua

Sentada en el sofá de casa, en una noche veraniega en la que la temperatura aconseja mantener abiertas las ventanas hasta la madrugada, me sorprende el estrépito de uno de los aspersores de agua de una zona ajardinada vecina. El agua, obligada a enloquecer, en su descenso choca estruendosamente con las baldosas de la acera colindante. A pesar del calor ambiente, este aguacero repentino me asusta y agradezco cuando, minutos más tarde, cesa la gota fría dejando una calma sonora que es la que demanda la noche estival. Es una agua ofendida, apurada, angustiada en su exigencia por salir la que hiere a quien la recibe.

Este rotundo fluir, me ha traído otros. No colecciono sonidos acuáticos pero ahora que lo pienso atesoro un repertorio variado, por otra parte, muy común a la experiencia general de la mayor parte del personal que agudiza el oído. Recuerdo el vital arroyo de montaña que proclama su vigor y lozanía inclemente ante el dolor de cabeza que me va creando a cada minuto de contemplación bucólica. Evoco las olas del mar batiéndose frente a la costa y como me impresionan con su majestuosidad y fortaleza. Un acompañamiento acompasado de espumarajos y gorgoteos se unen al bramido de la sintonía central. Aunque impávida e ignotizada por los sucesivos choques y retrocesos, los rugidos y rumores, el magnetismo del espectáculo acuático comienza a transformarse en el eco de un castigo divino en el que el estrépito líquido se estrella contra la dura roca con el único objeto de coger aliento para volver a empezar. Acabo fatigada y compadeciendo el denodado trabajo del impetuoso líquido. Rememoro esas corrientes sometidas en las fuentes urbanas y palaciegas en las que la cadencia sonora del agua alterna estrépitos, gorgoteos y silencios. Me entrego a su polifonía los minutos estrictamente preceptivos para que se produzca el primer momento de asombro. Al poco, acaba siendo un barullo difícil de aguantar.

He recordado otro canto de agua. Un estribillo que no supe ver ni oír hace unos días en La Alhambra. El agua de los Palacios Nazaríes granadinos no molesta ni invade sino que acompaña, sencilla y humilde. En un entorno en el que todo parece haberse diseñado para complacer los sentidos y buscar el bienestar, los canalillos fluidos son la sangre que se desplaza suave y armoniosa, recorriendo salas y patios. Siempre en segundo plano pero con una presencia esencial. Es su murmullo ligero y fresco el que marca el ritmo del palacio. No le pediría más al agua que me quiere hablar.

         

2 comentarios:

  1. En esta España seca e intransigente, agua y pasado común son la mejor terapia. Genial¡¡¡

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  2. Cierto. Agua que baja la temperatura y aclara las ideas.

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