¿Ha
matado el turismo "low cost" a la literatura de viajes?
Título de un artículo del último Babelia de El País y
pregunta para la que, por descontado, no tengo contestación. Cierto
es que cada vez se viaja más y más lejos. No hay rincón sin patear
y casi todo va adquiriendo un aroma similar te encuentres en la
latitud que elijas o a la longitud que te puedas pagar. Es
indiscutible que hay cierto abuso de mucho lanzado y lanzada que se
aventuran a contar su experiencia en soportes similares a éste y con
afanes parejos, olvidando que no vale únicamente con una detallada
relación de dónde y cuándo se hizo tal cosa o se vio tal otra. El
autor del citado artículo, Jacinto Antón, que sabe algo más que
yo sobre el particular, concluye que sigue habiendo muy buenos
autores sobre el género y en todos ellos se observa la innegable
ambición literaria y un afán por ir más allá de lo que se ve a
primera vista.
Degustado
y digerido el artículo, he hecho uno de esos saltos mortales que de
cuando en cuando me asaltan y me he acordado de la compra de hace
unos días en la pescadería. Esperando mi turno me deje llevar por
ese acto reflejo de leer hasta en las etiquetas y me encontré
viajando, increiblemente low cost, por todos los mares del mundo.
Dejé
como señal y testigo mi cuerpo presente y pude trasladarme, mientras
la eficiente pescatera despachaba a tres personas que me precedían,
a lugares lejanos. Ante mi se desplegaron un buen número de viajeros
mudos, bueno más bien cadáveres, que contaban historias dramáticas,
relatos de personajes que entablan una lucha a vida y muerte en
lugares exóticos, narraciones portentosas sobre hombres y animales
enfrentados en luchas cotidianas y fatales, pero también historias
corrientes que no dicen más que lo que cuentan.
¿Qué
mal rato habría pasado la bacaladilla noruega antes de entrar en las
bodegas del barco y juntar lomo con lomo con el resto de sus colegas?
Y esos salmones vecinos de aguas frías, incansables viajeros, que
acaban su periplo en un horno bien templado y maridados con un vino
con el que ni en sueños habrían pensado rozarse? El halibut del
Atlántico y el gallo del mar de Irlanda tal vez fueron pescados por
un barco al que una buena marea le salvó en una situación
económica apurada, ya todos los años los peces no acuden como
solían. También estaban lo bravos peces espada del Atlántico que
aunque de la misma zona son ejemplares que me hablan de un despiste
fatal al dejarse capturar entre otras peces sin tanto abolengo. Con
las corvinas y los látigos me fui al Mediterráneo, el mar en el que
Ulises se extravió, o se dejó extraviar, durante veinte años. Mar
que ha dado de comer, hasta ahora, a los habitantes de sus orillas
con carne e historias. Con los langostinos del Pacífico cierro los
ojos y me voy en una travesía por el mar más grandón que tenemos,
dispuesta a mirar al agua de día e intentar adivinar la cantidad de
litros sobre los me deslizo y de noche al cielo, un cielo sin límites
de perfiles de edificios ni montañas. La almeja portuguesa,
desconozco su calidad y si está acabando con el mercado de otros
ejemplares patrios más cercanos, me presenta un mundo de algas de
fuerte olor, arena suave y mareas incansables. Mariscadoras de
espalda doblada y piel curtida. El chipirón del Índico me produce
un escalofrío al recordar esos monstruosos calamares de esas
latitudes que calentaban la cabeza de todo el que escuchaba sus
historias y los estómagos de los ejemplares que perdían la batalla
con el avezado pescador. ¿Y la perca de Tanzania? Con ella voy
derechita al medio de África, allá donde nacen fábulas y ríos
llegando a Europa transformados en mitos.
Sí,
me dejé llevar un poquitín por semejante plantel de viajeros mudos.
La pescatera, seguramente al verme un poco vagabunda, me trajo de
vuelta al preguntarme: ¿llevará hoy merluza del Cantábrico? está
buenísima, no tiene anisaki ni nada. Puñetas, el último baño de
realidad del viaje.
Clara Peeters S. XVI |
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