lunes, 17 de abril de 2017

Viajeros mudos

¿Ha matado el turismo "low cost" a la literatura de viajes? Título de un artículo del último Babelia de El País y pregunta para la que, por descontado, no tengo contestación. Cierto es que cada vez se viaja más y más lejos. No hay rincón sin patear y casi todo va adquiriendo un aroma similar te encuentres en la latitud que elijas o a la longitud que te puedas pagar. Es indiscutible que hay cierto abuso de mucho lanzado y lanzada que se aventuran a contar su experiencia en soportes similares a éste y con afanes parejos, olvidando que no vale únicamente con una detallada relación de dónde y cuándo se hizo tal cosa o se vio tal otra. El autor del citado artículo, Jacinto Antón, que sabe algo más que yo sobre el particular, concluye que sigue habiendo muy buenos autores sobre el género y en todos ellos se observa la innegable ambición literaria y un afán por ir más allá de lo que se ve a primera vista.

Degustado y digerido el artículo, he hecho uno de esos saltos mortales que de cuando en cuando me asaltan y me he acordado de la compra de hace unos días en la pescadería. Esperando mi turno me deje llevar por ese acto reflejo de leer hasta en las etiquetas y me encontré viajando, increiblemente low cost, por todos los mares del mundo.

Dejé como señal y testigo mi cuerpo presente y pude trasladarme, mientras la eficiente pescatera despachaba a tres personas que me precedían, a lugares lejanos. Ante mi se desplegaron un buen número de viajeros mudos, bueno más bien cadáveres, que contaban historias dramáticas, relatos de personajes que entablan una lucha a vida y muerte en lugares exóticos, narraciones portentosas sobre hombres y animales enfrentados en luchas cotidianas y fatales, pero también historias corrientes que no dicen más que lo que cuentan.

¿Qué mal rato habría pasado la bacaladilla noruega antes de entrar en las bodegas del barco y juntar lomo con lomo con el resto de sus colegas? Y esos salmones vecinos de aguas frías, incansables viajeros, que acaban su periplo en un horno bien templado y maridados con un vino con el que ni en sueños habrían pensado rozarse? El halibut del Atlántico y el gallo del mar de Irlanda tal vez fueron pescados por un barco al que una buena marea le salvó en una situación económica apurada, ya todos los años los peces no acuden como solían. También estaban lo bravos peces espada del Atlántico que aunque de la misma zona son ejemplares que me hablan de un despiste fatal al dejarse capturar entre otras peces sin tanto abolengo. Con las corvinas y los látigos me fui al Mediterráneo, el mar en el que Ulises se extravió, o se dejó extraviar, durante veinte años. Mar que ha dado de comer, hasta ahora, a los habitantes de sus orillas con carne e historias. Con los langostinos del Pacífico cierro los ojos y me voy en una travesía por el mar más grandón que tenemos, dispuesta a mirar al agua de día e intentar adivinar la cantidad de litros sobre los me deslizo y de noche al cielo, un cielo sin límites de perfiles de edificios ni montañas. La almeja portuguesa, desconozco su calidad y si está acabando con el mercado de otros ejemplares patrios más cercanos, me presenta un mundo de algas de fuerte olor, arena suave y mareas incansables. Mariscadoras de espalda doblada y piel curtida. El chipirón del Índico me produce un escalofrío al recordar esos monstruosos calamares de esas latitudes que calentaban la cabeza de todo el que escuchaba sus historias y los estómagos de los ejemplares que perdían la batalla con el avezado pescador. ¿Y la perca de Tanzania? Con ella voy derechita al medio de África, allá donde nacen fábulas y ríos llegando a Europa transformados en mitos.

Sí, me dejé llevar un poquitín por semejante plantel de viajeros mudos. La pescatera, seguramente al verme un poco vagabunda, me trajo de vuelta al preguntarme: ¿llevará hoy merluza del Cantábrico? está buenísima, no tiene anisaki ni nada. Puñetas, el último baño de realidad del viaje.

Clara Peeters
S. XVI






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