Rebosante de
color, masa y ruido se presenta la plaza. Un polígono regular en el
que confluyen todos los caminos. La plaza se sabe imprescindible para
la ciudad. El comodín que todo el mundo reclama cuando de festejar o
de protestar se trata. Lugar viejo que cada día se reinventa.
Espacio de saludos y despedidas, de encuentros y separaciones. A la
plaza todo le va bien. Es agradecida y al que la transita le ofrece
siempre su mejor versión. Cuerpo muerto que palpita con distinta
intensidad a cada instante.
Hoy su ritmo
es festivo y crepuscular. Sábado plácido, tibio, luminoso. El otoño
asoma pero el verano todavía no se ha despedido y nuestra condición
animal nos hace disfrutar de las últimas tardes tibias con la
urgencia del que se sabe a punto de la despedida. Recreo, ocio y
descanso toman la apariencia de familias, parejas, solitarios...
todos tienen su hueco en la plaza que se ofrece sencilla y dispuesta.
Todos participamos del ritmo urbano, del ver y ser visto, del formar
parte.
Las terrazas
están al completo. Sentada, bebo un sorbo amplio de mi cerveza. Miro
al cielo para que mi mirada no distraiga el paladeo intenso.
Concentrada en el sabor y anclada en primera fila del mejor
espectáculo ciudadano, sé que esta cerveza sabe aquí como en
ninguna parte. Cierro los ojos un instante. Gritos infantiles,
conversaciones fragmentarias, risas. Es el sonido de un animal vivo.
Todo adquiere forma y movimiento al observar lo que estoy mirando.
Mezcla de edades, estéticas y condiciones. Nadie encaja con su
vecino pero todo funciona como una sinfonía bien acoplada. Y la
plaza ruge satisfecha. Seductora y hechicera, todos caemos ante su
embrujo.
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