Tarde que
hay que "sufrir" porque así lo impone mi calendario social
y los vacíos de mi ropero. Me armo de paciencia y me energitizo con
una dosis generosa de cafeína. Allá voy. En busca del pantalón
deseado y desconocido.
Mi búsqueda
está centrada en una área reducida. Bien. Pero, aún así, estudio
el territorio con minuciosidad. Paciencia por arrobas y raudales de energía positiva.
Invierto hora y media en una tienda. En este tiempo he conseguido
comprender la lógica de los expositores y he memorizado la
distribución colores y géneros. Las dependientas empiezan a
lanzarme sonrisas cómplices. Después de largas reflexiones, decido
llevarme lo que he visto en el minuto uno de mi estancia en el
establecimiento.
Fatigada,
aburrida por el desgaste que me he autoimpuesto, la recompensa
espera en la caja donde pago. Una espera generosa pasa volando
cuando mi atención, ya gastada y maltrecha, recala en la señorita
que está detrás de la mesa en la que empaqueta y cobra. Magia.
Infatigable, con unos modales intachables y una cálida sonrisa, toma
la prenda de mis manos y como si de un valioso objeto se tratara lo
manipula con esmero y precisión. Con movimientos sencillos,
precisos, mimosos, envuelve el pantalón en una suerte de papel
finísimo de crujiente sonido al que otorga al cobijarlo en él, un
valor que no posee. Una vez alisado con el dorso de la mano, lo
introduce en una bolsa que precinta con un sello adhesivo. No imagino
mejor broche para el tesoro que me llevo a casa. Me lo entrega con un
leve gesto, a la vez que me invita con su elegante espera que yo
reaccione ofreciéndole la contrapartida a semejante espectáculo.
Despierto y le doy mi tarjeta de crédito para que cobre lo que
quiera. El espectáculo ha merecido la pena. Espectadora
privilegiada, he asistido a la transfiguración de lo corriente, la
exaltación de lo mínimo, la conversión de lo mecánico en arte.
Otra cosa
mínima, la firma de abeja.
No hay comentarios:
Publicar un comentario