domingo, 10 de abril de 2016

Ciudad rugiente

Una ciudad grande ruge. Apenas ha amanecido y el ruido la hace inconfundible. Tumbada en la cama, no puedo equivocarme sobre dónde despierto. Sinfonía de ruidos sordos, indistintos, persistentes, acompañamiento de solos estridentes de bocinas agudas, repiqueteos laborales, llamadas en sordina.

La ciudad no descansa, solo pega cabezadas para luego retomar brío a golpe de imparable realidad. Y yo la oigo. Me llama. Su demanda hace tiempo que dejo de ser excitante, novedosa, una caja de dulces envueltos de sabores exóticos y enigmáticos por descubrir. En cada esquina no me espera un acontecimiento novedoso, un personaje extravagante, un local cosmopolita que me haga pensar en el tramo vital todavía por recorrer. Esa exigencia por lo nuevo va mitigándose, ese tiempo ya pasó, y no obstante, la inaplazable invitación está aquí.

Todavía en la cama, con el cuerpo sin despertar pero con el oído despabilado, acojo con placer lo que la ciudad rugiente me va a contar. Se algo más, siento mucho más y entiendo algo menos, pero la promesa de lo novedoso me llega clara, transformadoramente intacta. La ciudad me requiere ingenua y predispuesta, y su demanda es exigente, me avasalla con requiebros y promesas. Me rindo. Mis ojos la mirarán con una pizca de descreimiento, de burla, pero para ella desempolvo un buen bocado de inocencia que guardo con mimo porque sé que la necesito. Me gana su fuerza y energía, su capacidad para reinventarse, para ser siempre otra en la misma y no le tengo en cuanta todos los trasiegos que trae su movimiento, su inercia incesante.

Saco los pies de la cama, su llamada es ineludible. Pasado mañana, cuando despierte en casa, escucharé y no oiré nada. La cómoda rutina mitigará la ausencia de la ensordecedora llamada de la ciudad rugiente.

Antonio López



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