Una ciudad
grande ruge. Apenas ha amanecido y el ruido la hace inconfundible.
Tumbada en la cama, no puedo equivocarme sobre dónde despierto.
Sinfonía de ruidos sordos, indistintos, persistentes,
acompañamiento de solos estridentes de bocinas agudas, repiqueteos
laborales, llamadas en sordina.
La ciudad no
descansa, solo pega cabezadas para luego retomar brío a golpe de
imparable realidad. Y yo la oigo. Me llama. Su demanda hace tiempo
que dejo de ser excitante, novedosa, una caja de dulces envueltos de
sabores exóticos y enigmáticos por descubrir. En cada esquina no
me espera un acontecimiento novedoso, un personaje extravagante, un
local cosmopolita que me haga pensar en el tramo vital todavía por
recorrer. Esa exigencia por lo nuevo va mitigándose, ese tiempo ya
pasó, y no obstante, la inaplazable invitación está aquí.
Todavía en
la cama, con el cuerpo sin despertar pero con el oído despabilado,
acojo con placer lo que la ciudad rugiente me va a contar. Se algo
más, siento mucho más y entiendo algo menos, pero la promesa de lo
novedoso me llega clara, transformadoramente intacta. La ciudad me
requiere ingenua y predispuesta, y su demanda es exigente, me
avasalla con requiebros y promesas. Me rindo. Mis ojos la mirarán
con una pizca de descreimiento, de burla, pero para ella desempolvo
un buen bocado de inocencia que guardo con mimo porque sé que la
necesito. Me gana su fuerza y energía, su capacidad para
reinventarse, para ser siempre otra en la misma y no le tengo en
cuanta todos los trasiegos que trae su movimiento, su inercia
incesante.
Saco los
pies de la cama, su llamada es ineludible. Pasado mañana, cuando
despierte en casa, escucharé y no oiré nada. La cómoda rutina
mitigará la ausencia de la ensordecedora llamada de la ciudad
rugiente.
Antonio López |
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