domingo, 10 de enero de 2016

Ruido de fondo

En autobús de vuelta a casa. Un montón de palabras encadenadas flotando a mi alrededor. No quiero, pero escucho. Diez larguísimos minutos escuchando hablar sobre las bondades de las humildes albóndigas. Carnes magras más o menos apropiadas; texturas poseedoras de la conveniente esponjosidad; conveniencia de elegir un determinado tamaño para la pelota en cuestión; las grandezas de una carne rica en nutrientes; prevención de abuso en según que casos; grandes posibilidades de acompañamiento dependiendo de las salsas… Qué derroche lingüístico. Nueve minutos de redundancia aplastante.

Sin acabar el trayecto, mi atención se cuela entre dos monólogos enredados. Un par de buenos mozos se afanan por colar el uno al otro, sus historias respectivas sobre averías reales o ficticias en sus coches. Uno habla, el otro calla. Cambian las tornas y vuelta a empezar. Qué diálogo tan ejemplar, podría pensarse. Nada más lejos de la realidad. Cada uno expone su discurso pero ninguno de los dos escucha al otro. Se despiden felices después de buen rato, por el desahogo propio, que no por el ajeno, y que nadie pregunte sobre lo que le acaba de decir el otro. Monólogos paralelos disfrazados de diálogo. A kilos los escucho.

Estoy en racha porque antes de llegar a mi destino, descubro un corrito encantador compuesto por representantes de la tercera edad. En él, reina una señora poseedora de un tono de voz contundente que, apoyada por tal arma, desgranaba sin compasión uno tras otro todo tipo de temas. Todo pensamiento, sin previo filtro, que le viene a la cabeza, sale por su boca. Cuando alguien de su rendido público amaga abriendo la boca con la intención de intervenir, la señora sube dos octavas acabando con cualquier conato de sublevación oratoria. Una demostración fantástica de verborrea incontrolable.

Me quedado sorda y tonta después de este trayecto rutinario por el mundo de la comunicación. Si las palabras que flotan en el aire fueran tangibles, estaría perdida en una densa niebla de vocales y consonantes sin sentido. Una inmensa cantidad de horas gastadas en intercambios lingüísticos que malgastan palabras y contenidos; monólogos emitidos ante un público que no quiere escuchar; avasallamientos tiránicos de pensamientos vacíos…. ¡qué derroche!
Bridget Riley

Mareada

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