La calle es
ancha. Camino detrás de una ciudadana que sin previa invitación me incluye en
su comunicación. Me hace partícipe, a mí y al resto, de los problemas que tiene
con el más pequeño que no come nada y duerme fatal. ¿Para qué necesita el
teléfono si su interlocutora la escucharía sin él tal y como estamos haciendo
el resto de la ciudad? Me niego a llevar sobre mis espaldas todo el peso del
sinnúmero de problemillas de todo aquel con el que comparto el suelo urbano.
Llueve. Se
encienden todas las alarmas. Atontamiento generalizado al volante. Las vías se
convierten en un circuito atascado en el que solo hay una norma: pasar antes
que vecino. Desde esas cápsulas de
anonimato mal entendido, sólo se adivinan miradas a cuchillo. Sálvese quien
pueda.
Los primeros
vientos. La floresta se ha vuelto, también, hostil. Paseo bajo los castaños del
parque. Están preciosos y asesinos. El norte húmedo los bambolea y recibo en mi
cabeza un bombardeo de castañas que me obligan a huir
Anochece. Se
degrada la luz y aproxima el relax. A tomar viento la magia. Como si de
vampiros visuales se tratara, despiertan los neones que agreden mi subconsciente
colmatándolo de mensajes de importancia intrascendente que me emborrachan.
Cierro los ojos y me atonto.
¡Estoy buena
para nuevayores!
Mira, este sí me gusta |
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