Me convencí a mi misma de que necesitaba un par de cosas
para tener la excusa perfecta que me encaminara a uno de los grandes almacenes
de mi ciudad. Nada más atravesar el umbral, perdí el sentido de la realidad, de
la proporción, de la medida. Un mundo aparte enclavado en el centro de la urbe.
Los primeros pasos me llevan en un viaje de 4 segundos a las
frías latitudes nórdicas dejando atrás, con verdadero placer por mi parte, los
rigores de las calles hispanas abrasadas. Inmediatamente después, recibo una
bofetada olorosa que emborracha mi pituitaria con perfumes intensos y galantes
que no soy capaz de mientras el agua de colonia me transporta a una campiña francesa
salpicada de flores silvestres. No me sitúo pero me dejo llevar con sumo
placer. Tomo una escalera mecánica y desemboco en un espacio inmenso dedicado a
todo tipo de tejidos. Lo reconozco, manoseo y toquiteo todo. Los ásperos linos, los ligeros algodones, la
seda suave que se escurre entre mis dedos y no consigo empatizar con el
sintético suave de la lycra, y como todavía hay rebajas, me pruebo una prenda
de lana confortable que ya empiezo a necesitar con la temperatura reinante. Hace ya un ratito que siento un zumbido en los
oídos que entorpecen mi experiencia sensorial de hoy ¡Qué mema! No me había
dado cuenta de que la empresa, velando por sus queridos clientes, nos regala
avisos constantes sobre las grandes oportunidades que pone a nuestro alcance y que
de ninguna manera debemos desoír.
¡Ay! Qué mi estómago comienza e emitir sonidos que se
mezclan con la megafonía. Rápidamente me voy a la zona del supermercado. Mis
papilas gustativas, que tienen más memoria que la neurona que crío con mimo y
dedicación, ya disfrutan ante los estantes llenos de las grandes delicatesen
que nos ofrece el cerdito hispano y anticipan los placeres que crecen en las
huertas vecinas. Vuelvo a ascender por el edificio y desemboco en la zona de
baño, apropiado para estas fechas. Ya tengo la guardia baja, pero acabo de
sumergirme en un cuadro de Matisse. Bikinis y bañadores compiten con un
colorido furioso. Rojos encendidos, rosas flúor, amarillos eléctricos, verdes
centelleantes, naranjas fosforescentes, azules infinitos… cuando consigo
desviar la mirada de este despliegue que hubiesen hecho palidecer a los
fovistas, estoy absolutamente mareada. No sé cuánto tiempo llevo en este
mercado persa occidental, en este centro temático del consumismo. Han podido
pasar horas, días. He caído rendida ante el embrujo del marketing de última
generación, y ante tal esfuerzo sensorial he quedado rendida.
¡Necesito ayuda! ¿Hay alguien
ahí? Al igual que uno de esos personajes de El angel exterminador de Buñuel que llegaban a la puerta y como
víctimas de un embrujo, no podían salir de la casa en la que se encontraban,
así me encuentro yo, plantada en la puerta de salida. Mientras lo intento mi
cabeza gira inconscientemente hacia un lado y veo en una de las televisiones a
la venta un fantástico documental ¡estoy perdida! ¡Socorro!
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