Caminando hacia el centro de la ciudad, he percibido con
claridad la inminencia de la fiesta al olerla. Al costado de la plaza de toros,
por donde caminaba, olía a toro, a su presencia definitiva y trágica,
incondicional, aunque personalmente prescindible. Primero llegó su olor
montaraz y primitivo a ganado y estiércol y unido a él, el sonido de los cencerros de
los mansos que se entremezclan con los
ruidos ciudadanos.
De golpe me encuentro ante grandes expectativas, la fiesta, junto a una gran
desidia. La excitación de formar parte de algo masivo y positivo; el escalofrío
de una inmersión que suspende el tiempo, paraliza el momento para sentir y no
pensar; paréntesis de alegría y sociabilidad; diversidad sometida a la regla
igualitaria de la alegría contagiosa; mala música que a fuerza de ser ruidosa,
popular y contagiosa inunda todos los rincones e inmuniza los oídos a las
críticas; buen humor para derrochar; la comicidad del personal alcanza cotas
inimaginables; catarsis comunitaria…
Aunque también siento pereza. Divertirse por decreto, porque toca;
nosotros, los indígenas, tenemos que ser comprensivos con los foráneos que
quieren hacer en mi pueblo, lo que no hacen en el suyo; la masa humana, en
ocasiones, me abruma, aplasta, anula; la suciedad puntual de las calles; la
borrachera mal asentada de parte del personal; la subida de precios
injustificada; la abundancia de simpáticos sin gracia… todo ello me provoca una
galbana festera infinita.
Necesito ayuda. ¿Me uno a la fiesta sin pensar o me tumbo a la sombra a descansar?
¿Hay alguien ahí?
¿Hay alguien ahí?
Mientras me decido, escucho...
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