jueves, 16 de julio de 2015

¿Alegría, alegría!

Caminando hacia el centro de la ciudad, he percibido con claridad la inminencia de la fiesta al olerla. Al costado de la plaza de toros, por donde  caminaba, olía a toro, a su presencia definitiva y trágica, incondicional, aunque personalmente prescindible. Primero llegó su olor montaraz y primitivo a ganado y estiércol  y unido a él, el sonido de los cencerros de los mansos que se entremezclan con  los ruidos ciudadanos.

De golpe me encuentro ante grandes expectativas, la fiesta,  junto a una gran desidia. La excitación de formar parte de algo masivo y positivo; el escalofrío de una inmersión que suspende el tiempo, paraliza el momento para sentir y no pensar; paréntesis de alegría y sociabilidad; diversidad sometida a la regla igualitaria de la alegría contagiosa; mala música que a fuerza de ser ruidosa, popular y contagiosa inunda todos los rincones e inmuniza los oídos a las críticas; buen humor para derrochar; la comicidad del personal alcanza cotas inimaginables; catarsis comunitaria…

Aunque también siento  pereza. Divertirse por decreto, porque toca; nosotros, los indígenas, tenemos que ser comprensivos con los foráneos que quieren hacer en mi pueblo, lo que no hacen en el suyo; la masa humana, en ocasiones, me abruma, aplasta, anula; la suciedad puntual de las calles; la borrachera mal asentada de parte del personal; la subida de precios injustificada; la abundancia de simpáticos sin gracia… todo ello me provoca una galbana festera infinita.

Necesito ayuda. ¿Me uno a la fiesta sin pensar o me tumbo a la sombra a descansar?
¿Hay alguien ahí?

Mientras me decido, escucho...

              

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