jueves, 3 de septiembre de 2015

Carta al amontonador de nubes

Sr/a amontonador/a de nubes:
Hace unos pocos días pude experimentar uno de esos momentos de fuerza bruta arrolladora de la naturaleza y de gran indiferencia que ésta muestra hacia el ser humano.  En poco más de media hora el cielo pasó de un azul cielo, ese tan mono y que tan bien sienta a l@s moren@s cuando se visten con él, a un gris plomo, puro metal sin bruñir que amenazaba con cubrirlo todo con la usencia de luz y color, puro negro. El asunto empezó suave, como para no asustar. Un calabobos que primero sorprende a los susodichos y, poco a poco, va alcanzando a los más prevenidos.  El chispeo tontorrón, enfadado porque nadie le tomaba en cuenta, tomó impulso y se fue convirtiendo en un chaparrón de respeto. En este primer impulso empleó media hora en la que, asomada cómodamente a la ventana de mi casa, vi caer en la trampa de la imprevisión a unos cuantos echados para adelante. A los veinte minutos la cosa arreció. El lloriqueo del cielo nos sometió a un bailoteo entre tromba y diluvio que aceptamos con la mejor de las disposiciones ¿es que hay otra? Bien, así dos horas. ¡Qué exageración! Ya ni los más incautos se aventuraban en los cambios de ritmo, en esa frecuencia acuosa que sí o sí te cala hasta el tuétano.  Y comprobando, una vez más, que no somos nada, que estamos aquí de huéspedes sin derecho a cocina, y que cielo y tierra marca su ritmo sin otras consideraciones, dejó de llover dejando pasó a una noche cerrada y opaca.

Amaneció. Me levante y, por cuestiones que no vienen al caso, cogí el coche y conduje por entre una marisma que se desperezaba a la par que yo. Imposible no verlo. Se había producido un milagro. El escenario era el mismo. Las mismas aguas que no paran de subir y bajar al ritmo de la luna; las aves que se afanan en buscar su sustento en un paisaje que no saben que es idílico; idénticas montañas limitaban la marisma evitando que se derramara en el mar; los altillos cenagosos que consiguen asomar incluso con la marea alta, también estaban allí; y no obstante, todo había cambiado. Se había producido un fenómeno asombroso. Las formas geográficas que se desplegaban ante mí  eran las de siempre pero lo hacían de forma nueva, diferente. Prodigio, portento, maravilla… El monumental cabreo celestial de la noche anterior había dejado paso a una atmósfera transparente, como si alguien la hubiera  limpiado con un paño, pues a fuerza de usarse se hubiera ensuciado.  No había aire que mediara entre el agua, la marisma, las montañas y el cielo. La tormenta se lo había llevado con ella. Los colores se presentaban sin diluir, sin emborronar, en bruto y con esplendor. Y la ausencia de la más mínima brisa que había corrido tras el temporal, dejó una calma que consiguió reflejar en espejo lo que estaba arriba abajo, sobre un agua con consistencia de gelatina bruñida.

Por todo ello, Sr/a. amontonador/a de nubes pido más. Quiero otro amanecer así, anónimo y esencial. Por todo ello, quisiera encargar un tormentón sin consuelo seguido de una mañana inigualable. Espero.

Y espero mirando, siendo consciente que no será lo mismo
Amanecer
Turner, 1845



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