Sr/a
amontonador/a de nubes:
Hace unos pocos
días pude experimentar uno de esos momentos de fuerza bruta arrolladora de la
naturaleza y de gran indiferencia que ésta muestra hacia el ser humano. En poco más de media hora el cielo pasó de un
azul cielo, ese tan mono y que tan bien sienta a l@s moren@s cuando se visten
con él, a un gris plomo, puro metal sin bruñir que amenazaba con cubrirlo todo
con la usencia de luz y color, puro negro. El asunto empezó suave, como para no
asustar. Un calabobos que primero sorprende a los susodichos y, poco a poco, va
alcanzando a los más prevenidos. El
chispeo tontorrón, enfadado porque nadie le tomaba en cuenta, tomó impulso y se
fue convirtiendo en un chaparrón de respeto. En este primer impulso empleó
media hora en la que, asomada cómodamente a la ventana de mi casa, vi caer en
la trampa de la imprevisión a unos cuantos echados para adelante. A los veinte
minutos la cosa arreció. El lloriqueo del cielo nos sometió a un bailoteo entre
tromba y diluvio que aceptamos con la mejor de las disposiciones ¿es que hay
otra? Bien, así dos horas. ¡Qué exageración! Ya ni los más incautos se
aventuraban en los cambios de ritmo, en esa frecuencia acuosa que sí o sí te
cala hasta el tuétano. Y comprobando,
una vez más, que no somos nada, que estamos aquí de huéspedes sin derecho a
cocina, y que cielo y tierra marca su ritmo sin otras consideraciones, dejó de
llover dejando pasó a una noche cerrada y opaca.
Amaneció. Me
levante y, por cuestiones que no vienen al caso, cogí el coche y conduje por
entre una marisma que se desperezaba a la par que yo. Imposible no verlo. Se
había producido un milagro. El escenario era el mismo. Las mismas aguas que no
paran de subir y bajar al ritmo de la luna; las aves que se afanan en buscar su
sustento en un paisaje que no saben que es idílico; idénticas montañas limitaban
la marisma evitando que se derramara en el mar; los altillos cenagosos que
consiguen asomar incluso con la marea alta, también estaban allí; y no
obstante, todo había cambiado. Se había producido un fenómeno asombroso. Las
formas geográficas que se desplegaban ante mí eran las de siempre pero lo hacían de forma nueva,
diferente. Prodigio, portento, maravilla… El monumental cabreo celestial de la
noche anterior había dejado paso a una atmósfera transparente, como si alguien la
hubiera limpiado con un paño, pues a
fuerza de usarse se hubiera ensuciado. No
había aire que mediara entre el agua, la marisma, las montañas y el cielo. La
tormenta se lo había llevado con ella. Los colores se presentaban sin diluir,
sin emborronar, en bruto y con esplendor. Y la ausencia de la más mínima brisa
que había corrido tras el temporal, dejó una calma que consiguió reflejar en
espejo lo que estaba arriba abajo, sobre un agua con consistencia de gelatina
bruñida.
Por todo ello,
Sr/a. amontonador/a de nubes pido más. Quiero otro amanecer así, anónimo y
esencial. Por todo ello, quisiera encargar un tormentón sin consuelo seguido de
una mañana inigualable. Espero.
Y espero
mirando, siendo consciente que no será lo mismo
Amanecer Turner, 1845 |
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