La
pasada noche, a las tres de la mañana, cuando todo el barrio dormía
a pierna suelta, me despertaron, a mí y otros tantos/as seguro, unos
berridos aflautados y puntiagudos de una panda de locas adolescentes
con ganas de hacer amigos. Bien, me despierto, desvelo y enfado.
Pasan los minutos y no parecen verse afectadas por lo solitario de la
calle ni lo oscuro de la situación, muy al contrario, acogidas por
la intimidad de la hora se dedican a contarse chismes (lo intuyo por
la frecuencia sonora que sube y baja de intensidad según la
categoría del cotilleo o el alcance de la confesión), chistes que
son celebrados con sonoras carcajadas y entonar cancioncillas
perpetradas con una dedicación y acierto digno de otro momento y
situación.
Están
lo suficientemente cerca como para distinguir cinco voces
pertenecientes a cinco alegres gamberras y reconocer algunas palabras
pronunciadas con notorio garbo. Pero cuando rendida ante la evidencia
de que no voy a poder dormir intento engancharme a la conversación,
cambian tono, cadencia y ritmo en la algarabía haciéndose imposible
discernir nada congruente, dejando únicamente un murmullo
atronadoramente inconexo.
Ni
entiendo ni duermo ¿qué puñetas hago? Mientras las cándidas
majaderas le han cogido querencia a mi calle y ya están establecidas
pasando un ratito a la fresca tan divertido ¿hay algo que pueda
hacer? Quizás si me levanto, saco la cabeza por la ventana, pego un
buen grito y despierto al resto del vecindario que todavía no ha
conseguido desvelar la alegre muchachada, las ahuyento y asunto
arreglado. Puede que me salga bien la maniobra o quizás también
puede que ante una reacción tan cívica como mandarlas a paseo a la
tres de la mañana, las muchachitas se vengan arriba y coreen, con
algún decibelio de más, el intercambio animado de mensajes
cordiales que mantienen entre ellas haciéndose unas risas a mi
costa. Además, es muy posible que mi presión arterial se dispare
ante el esfuerzo de ponerme al nivel requerido para la ocasión y
ante los frutos conseguidos con semejante trabajo brioso. O tal vez,
puedo, de forma limpia y aseada, llamar al servicio policial
ciudadano requerido para que tome cartas en el asunto. Esta
posibilidad desaparece de mi cabeza con mayor rapidez que la
anterior. Atenderán mi queja con pulcra educación antes de decirme
de la forma más cívica posible que tienen otras cosas mejores que
hacer que mandar a la cama a un grupo de inofensivas colegialas que
dan por el riau ante la comprensión silenciosa de todo el
concienciado y resignado barrio. Sopeso las posibilidades de éxito
de la llamada a la municipalidad, del grito desahogante por la
ventana o de la renuncia a la defensa del descanso merecido (es
decir, el acto de cobardía más empleado). No me decido y los
minutos van pasando. Y, mientras deshojo esta molesta margarita,
llega el momento en el que las animadoras nocturnas se van por donde
han venido creando un vacío sonoro perturbador.
Teniendo
delante varias soluciones a la molesta memez sustancial que me tiene
desvelada, a modo de puntilla, la molestia nocturna de nivel tres,
se soluciona por si misma dejándome con el plan de ataque
frustrado. Y ahora, ¿quién adormece mi adrenalina maltrecha, mi
mala órdiga desbocada, mi estrategia malograda? Pues nada, a
jorobarse.
Relaxing