Permanezco
expectante mientras todo a mi alrededor se retuerce y agita en un
torbellino de luces y sonido, y me siento como entonces.
Por unos
instantes recupero la sensación de largo recorrido. Ese hormigueo en
las tripas que sobreviene ante la certeza de saber que todo está por
delante, por estrenar, a mi alcance, que únicamente necesito una
dirección para caminar. Soy la capitana de mi propia vida y el
trayecto se presenta tentador, inmaculado, sin los contornos de lo
definido.
Libertad sin
trabas, sin compromisos, sin responsabilidades. Únicamente yo,
eligiendo mis compañías, ignorando el quién y el cómo hacer esos
círculos que te salvan la vida, sin anudar todavía esos lazos que
cuando aparecen deseas que ya no se deshagan. Todos están por trazar
y eso los hace fascinantes, irresistibles y la promesa de su llegada
es un hechizo irresistible.
El descubrir
la belleza y el poder de las cosas que llegan al corazón y a las
tripas. El conmoverme hasta embriagarme con lo inútil que golpea mi
sensibilidad y la ensancha. Sorprenderme vulnerable ante la belleza,
comprobar que me conmuevo y paralizo cuando algo enreda y revuelve
mis sentidos. Saber que existe una caja de los prodigios a mi entera
disposición y que solo debo usarla afinando gustos, decantando
preferencias, despertando al animal sensorial que llevo dentro, el
que vive de los sentidos, mientras que dejo al racional dormido.
Descubrir
que mi capacidad de sorpresa está recién estrenada, que el mundo
está lleno de extrañezas, chaladuras y singularidades que le dan
sabor y que la niña que se asombra siempre debe vivir conmigo.
Mientras
tanto, el concierto va llegando a su fin a la par que yo viajo a mi
principio.
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