Hace un mes
perdí un pendiente. Precisando, la parte noble del pendiente,
aquella que queda a la vista de todo el mundo y que da la oportunidad
al personal de emitir juicios sobre el gusto personal de cada cual a
la hora de colgarse de la oreja cualquier cosa. El resto, la parte
esforzada y nada reconocida que no se ve, quedó pegada a la parte
posterior de mi oreja. ¡Mi pendiente,un pedacito de madera oscura
ribeteado por un festón de plata! Ningún valor económico pero sí
sentimental. Me di cuenta de la pérdida en casa y pensé que no
andaría lejos puesto que parte de él estaba todavía conmigo. Eché
un primer vistazo perezoso y distraído por el suelo de la habitación.
Nada. Seguro que estaba debidamente oculto a mi pereza por poner
patas arriba todo en su búsqueda. Lo abandoné dejando para más
tarde el rastreo del adorno. Un par de días después, reinicié la
búsqueda sin éxito y tras un rato de contorsión corporal en el
intento de llegar a rincones del hogar que no frecuento y de agudizar
la vista emulando a los rastreadores, consternada y extrañada a
partes iguales, coloqué la parte viuda del pendiente en un lugar
visible a modo de recuerdo de la tarea pendiente.
Dando un
corte de mangas al sentido común y poniendo a prueba mis creencias
en el azar y el destino, pasado un mes, he encontrado el pendiente.
Pero no, no estaba en una zona innota o desusada de mi casa, estaba
en la calle. Hay un pequeño paseo que suelo recorrer diariamente con
mi madre muy cerca de casa. Mismo recorrido, similar hora... rutina
doméstica. Pues bien, allí estaba mi pendiente, en el suelo, en un
extremo de la acera, orillado, solo. Maltrecho, doblado, herido. No
lo podía creer. ¿Qué posibilidades había de que encontrara mi
pendiente en la calle después de un mes? Practicamente nulas. Pues
bien, allí estaba, esperando a que yo lo encontrara, oculto a
miradas ajenas e intentando quitarse de encima hojas y ramitas que lo
ocultaban cuando yo hacía mi paseo diario. Durante varias semanas
estuvo captando un rayo de sol que rebotara en su banda plateada,
lanzando una llamada luminosa, acaparando gotitas de lluvia que
espejaran un brillo... intentando lo imposible por captar mi
atención.
Mi
pendientín no se ha dado por vencido. No ha desesperado ni un solo
día en su intento por volver a mi mientras se ocultaba a las miradas
del resto. Sin pensar en un horizonte de probabilidades adverso ha
perseverado igual que los niños que no conocen lo imposible. Una
voluntad de hierro, una estrategia concienzuda y bien ejecutada y un
pellizco de buena suerte. Mi querido pendiente. Él que fue elegido
entre muchos, fiel compañero durante mucho tiempo, adorno pequeñín
sabedor de su poca valía pero poseedor de todo mi cariño, él se
sabe insustituible. Hoy está por fin de vuelta en casa. Después
de una rehabilitación que le ha devuelto su antiguo brillo y lozanía
ya luce orgulloso en mi oreja sabedor de que es mi joya más
preciada.
¿Qué le gustaría a J. Vermeer?
La chica de la perla J. Vermeer |
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