La
lagartija de acelerados movimientos busca las solanas para activarse
y yo no sé cómo esquivar la calorina y seguir funcionando con
cierta normalidad.
El
grano de uva se derrite con la subida de la temperatura y seducido
ante el calorcito se vuelve dulce y pleno, mientras por mi frente se
desliza una gota redondita de sudor.
La
cigarra está pletórica y en sintonía con la elevación del
mercurio emite la más elaborada sinfonía. En cambio, mientras
sigo la banda sonora animal, la percepción del calor se hace más
intensa y así consigo tener varios sentidos completamente
desestabilizados.
El
trigo verde que tapizaba laderas y llanos se ha vuelto dorado de puro
placer mientras mi rostro se congestiona y comienza a adquirir un
tono rojizo que habla claramente de mi inadecuación a la
transpiración en climas cálidos.
Estoy
hasta el capirote de este calor estival en latitudes patrias frías y
de esta naturaleza inclemente que funciona impasible ante mis
pesares.
Con una
mínima esperanza de paliar la situación me voy a poner a leer a
Javier Cacho y su Admundsen-Scott: duelo en la Antártida. No
se me ocurre otro mejor remedio a mi alcance.