Mejor callar
si no hay nada interesante que decir. Dogma y paradigma del buen
gusto y el saber estar. Signo inequívoco de inteligencia. Señal de
mesura, comedimiento, proporción. Manifestación de empatía con el
otro, de consideración y generosidad a la hora de no invadir con
razonamientos vacíos, observaciones superfluas, avasallamientos
lingüísticos que no aportan ni suman.
Cierto. La
no observancia de esa práctica tan recomendable lleva a lamentar
meteduras de pata sin cuento, salidas de tono de todo pelaje y a
recitados engorrosos o directamente absurdos. Oportunidades perdidas
de haberse callado en momentos tan poco propicios y que generan
lamentaciones posteriores. Conversaciones en múltiples pistas que en
vez de confluir y sumar se convierten en monólogos que nadie
escucha, mejor así, puesto que nada hay que decir. Regodearse en el
placer de oírse así mismo articulando palabras que nada dicen. Y
aún sabiendo esto, seguimos hambrientos de situaciones en las que
poder abrir la boca para emitir únicamente sonidos sin contenido.
Podríamos catalogarnos mayoritariamente como perdidos y yo a cabeza.
Teoría, asimilada. Consecuencias nefastas de la no observancia a
esta regla de oro de la prudencia, experimentadas. Propósito de
enmienda, a diario. Logros, ninguno.
¿No debería
entablar una conversación ligera con la frutera del barrio puesto que
nada profundo se me ocurre de buena mañana (el resto del día
tampoco)? ¿Qué se puede decir de hondura con el vecino en el
ascensor? ¿A qué nivel de reflexión es necesario llegar para que
el diálogo entre conocidas y amigos sea adecuado al canon y evitar
así caer en la vana charleta? Me rindo. Me gusta la charla
intrascendente entre amigas, con atropellos dialécticos, pisotones
de palabras y empujones de vocablos. Me encanta comenzar a lo tonto y
disfrutar de la simpleza. Poner en la conversación todo tipo de banalidades divertidas, esas coloridas tonterías. Hablar por hablar.
Este placer
de encadenar intrascendencias me ha llevado incluso a encontrar en
este ejercicio habitual que me hace como practicante fiel, boceras de lo
insustancial, transmisora de lo trivial, momentos de
creatividad de andar por casa. Me sorprendo furtiva, mientras coso
bobadas, creando argumentos nuevos, despertando
conocimiento dormidos, recogiendo voces nuevas y elaborando
explicaciones, consideraciones y razonamientos a partir de soberanas
memeces. Vamos, práctica medicinal. Pero es que además, me gusta
¡corcho!
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