Me va la
proximidad. Lo conocido, cómodo, trillado. Me quedo con el comercio
de barrio. No es un eslogan, qué va, únicamente realidad
contrastada. Como necesidad, virtud o vagancia, he llegado a esta
práctica por el camino más corto y no hago más planteamientos
comparativos o valorativos sobre el particular. Soy cliente cautiva
de la frutería-verdulería, de la pescadería, carnicería,
panadería que más cerca me brinda sus exquisiteces.
Esta costumbre cotidiana que cumplo sin rechistar entró en crisis
cuando la neurona aletargada que poseo se despertó echando por
tierra el paraiso de comodidad incuestionable en el que me
desenvuelvo. El wake-up neuronal ocurrió al entrar la semana pasada
a la frutería. Me planté delante de los coloristas amontonamientos
vegetales y pedí un kilogramo de melocotones. La profesional que
regenta el negocio me atendió diciendo que me ponía de los que me
gustan. Palabrita del niño Jesús que yo no la frecuento todos los
días y no voy proclamando a voz en cuello mis preferencia
hortofrutícolas, pero la frutera me conoce. Con mis silencios, mis
decisiones, mis miradas, mis mohines y reiteraciones me tiene
fichada. Sin llegar a ponerme paranoica, puedo decir que sin yo
quererlo, conoce mis gustos, dieta y disponibilidad económica. Todo
mediante las elecciones que realizo a través de mis noes y mis sies.
Aquello me inquietó un poco, pero cuando verdaderamente me preocupé
fue al entrar en la carnicería, dos días después. Entonces, el
diligente carnicero se dirigió a mi para decirme que tal pieza de
carne, que es la que suelo comprar, y él lo sabe, claro, estaba de
oferta. Puñeta él también sabe mis gustos, cómo somos de
carnívoros en casa y hasta donde puedo permitirme comprar una pieza
u otra.
Sé que este
temor que atenta a la invasión de mi intimidad puede verse como
decidida paranoia por mi parte o estupidez supina sin
paliativos. La mayoría de parroquianas/as del barrio disfruta
compartiendo los sucesos del fin de semana con la pescatera y regalan
sonrisas cuando el panadero les atiende por su nombre. Lo sé, el
problema es mío, pero es real. Así pues, intentando cortar de raíz
esta invasión de mi dieta y circunstancia he vuelto mis ojos hacia
el funcional y aséptico hipermercado.
Confiando en
disfrutar de un deseado anonimato, cojo un carro y me lanzo al
lujurioso autoabastecimiento que me brinda un buen número de
pasillos por recorrer, una innumerable cantidad de marcas de
productos para elegir con la mayor diversidad de precios y calidades.
Comienzo animada pero mi euforia va menguando poco a poco. Me cuesta
orientarme y no sé donde están los productos que necesito. Bien,
paciencia, no hay prisa. Después de unos cuantos kilómetros a
través de pasillos bien surtidos de cosas que no deseo, voy
encontrando lo que he venido a buscar. Mi carro se va llevando y
nadie repara en qué me llevo y qué desecho. Eso sí, en un par de
ocasiones he tenido que correr a la caza y captura del empleado/a
para que me despeje una duda o me sitúe un producto. Bien, pequeños
contratiempos. Observando el tráfico rodado existente en el cruce de
los pasillos no puedo entender cómo hay gente que liga en los
hipers, yo he tenido que hacer verdaderos esfuerzos para no reñir
con algún memo que lleva el carro como si fuera el gerente de la
cadena. Vale, objetivo cumplido. Carro lleno. Espero pacientemente
en la fila para pagar. Veinte minutos más tarde, ya en el coche,
caigo en la cuenta de que comprar en una gran superficie puede
contribuir a desarrollar mis bíceps (he sacado toda la compra para
luego volver a guardarla cuatro veces y todavía me resta llevarla a
casa)
Desfondada
por la experiencia, ya en mi cocina, me doy cuenta de que he olvidado
las naranjas del zumo mañanero. Puñeta, tendré que ir a la
frutería. Me acerco con temor e intento leer entre mirada y sonrisa
de la frutera. ¿Estará pensando que le he sido infiel o que me ha
salido diabetes y debo reducir mi ingesta de azúcares naturales? En
ese preciso instante, cuando ya me disponía a pagar, veo mi cara
reflejada en un espejo de la estantería que cobija las peras y,
decididamente, contemplo la encarnación de la estupidez superlativa
que a la frutera socióloga, a buen seguro, no se le escapa.
Perfecto. A
ver si pongo en hibernación a la neurona que alimento con el
objetivo de que no me de más disgustos, repuñeta.
Para que se me pase el mal rato